24 jun 2012

El extraño caso de Álvaro Garrido



Las noticias radiofónicas le despertaron una mañana más. Su rutina empezaba como tantos días. Se vistió, desayunó y se lavó los dientes. Justo al apagar la luz y girarse para salir del baño, vio algo extraño en el espejo que hizo que se parase, encendiese de nuevo la luz y se fijara. Su cara, la expresión que mostraba, no la reconocía. Sin embargo era el, no había duda. Tenía el ceño fruncido creando unas arrugas en el entrecejo y la frente dándole una expresión de mal genio. Trató de relajar la cara pero no conseguía que aquella expresión cambiase. Abrió los ojos todo lo que pudo, bajó la nariz, abrió la boca. Nada, no había forma de cambiar aquel rostro, pero no podía perder más tiempo frente al espejo, llegaría tarde al trabajo y todo se retrasaría, con lo que sin pensarlo más, salió rumbo a la oficina. Realmente no se sentía mal, tan es así, que ni sentía la sensación de tener el ceño fruncido. Pensó que aquella imagen sería consecuencia de una mala postura a la hora de dormir, una contractura pasajera de algún músculo o cualquier explicación lógica y absurda de la que finalmente se reiría y olvidaría.
 Camino del trabajo, en el autobús, pues era su medio de transporte preferido, prestó especial atención  a su alrededor por si alguien le miraba de alguna forma rara, por si podía descubrir a través de los demás algún indicio de su estado, pero nada anormal sucedía, todos parecían ignorarle como era costumbre al igual que hacía el. Unos dormitaban posando la cabeza en la ventana, otros ya estaban conectados a sus dispositivos electrónicos evadiéndose de cuanto les rodeaba, una chica repasaba con su amigo los apuntes de alguna asignatura, una señora algo mayor se agarraba a su carro de la compra como a la última señal de utilidad de una vida ya gastada. Había quien leía el periódico gratuito buscando siempre los deportes, los que se agarraban a sus maletines como a una segunda piel portando la esperanza de un empleo en equilibrio. Todo un mundo al que nunca antes había prestado atención. En un gesto de retorno a su espejo, se llevó la mano a la frente y notó sus arrugas. Profundas como un campo recién arado, suaves y algo grasas, largas, casi hasta la sien. Empezó a palparse como quién busca una lentilla en un suelo a oscuras, rápida y compulsivamente. Seguían allí. Miró a su alrededor tratando de tranquilizarse para no llamar la atención, pero, ¿a quien le iba a importar si cada uno vivía ajeno a los demás? Notó como el sudor le brotaba de la frente, como le manaba de las axilas y bajaba por el costado mojando la camisa que se le pegaba a las costillas. Solo una parada más y llegaría a la oficina. Allí se podría tranquilizar y buscar una respuesta.
 Nada más abrirse las puertas y de un salto se plantó en la acera, y con un vigoroso andar fue adelantando transeúntes, devorando baldosas, sorteando semáforos y papeleras, esquivando vendedores y mendigos. Nadie se fijaba en nadie, cada cual a lo suyo, todos rápidos, todos cabizbajos u ocupados, todos ajenos a su presencia y mucho más a su problema.
 Llegó al edificio donde estaba su oficina, saludó casi sin mirar al portero y se coló en el primer ascensor que había. Pulsó el botón del decimosegundo  piso. En el ascensor eran seis personas mirando a cualquier parte menos hacia los demás, por lo menos directamente. Le pareció increíble que en un espacio tan reducido se pudiese estar tan aislado del resto, pero realmente es como él se comportaba a diario. Llegado a su piso entró en la oficina y saludo al recepcionista con su habitual y escueto “buenos días”, recorrió los 20 metros de pasillo  con despachos a cada lado hasta llegar al suyo, el de adjunto a la dirección, sin haberse encontrado con nadie. Tenía suerte. Cerró la puerta y entró en el pequeño servicio que tenía el despacho.
 Se miró en el espejo y comprobó que su expresión seguía igual. Aquellas arrugas recién descubiertas seguían allí, como un mar embravecido dispuesto a engullir doto aquello que se presentase en su camino. Refrescó su cara notando el caer del agua por aquellas arrugas como una cascada múltiple. Ahora su obsesión le hacía ser consciente de cada acción que por su frente pasara. Quedó absorto observándose frente al espejo tratando de buscar una explicación. Buscó en sus recuerdos la última vez que se miró en el espejo para descubrir su rostro y no obtuvo respuesta, no recordaba nada. Todos los días se afeitaba, eso lo sabía, pero no recordaba mirarse, verse, sentirse persona. Solo recordaba acciones mecánicas como el afeitado, lavado de dientes, de cara, peinarse, pero no era capaz de verse en dichas acciones. ¿Dónde se perdió, cuando y porqué? Existir, existía, pero, ¿Quién era esa persona que ahora observaba detenidamente en el espejo? ¿Qué quería y cómo había llegado hasta ahí? El golpear de unos nudillos en la puerta le hicieron retomar su actualidad, su presente. Por la puerta entró Carlos Larraiza, su ayudante y secretario, que como cada mañana le saludó y le planteó la lista de actividades programadas para ese día. El escuchaba sin prestar atención a sus palabras, buscaba un comentario de Carlos sobre su aspecto, sobre su nueva condición. Pero Carlos no hacía referencia alguna, para el todo era normal, cotidiano, habitual.
¿Alguna corrección Sr. Garrido?
No, no, está bien Sr. Larraiza. Déjeme el planning en la mesa y enseguida comenzamos.
Carlos Larraiza salió del despacho como cada día, como tantas veces. Sin prisa pero con decisión. Sigiloso, casi etéreo.
 Sentado en su mesa observó el planning sin leerlo. Una lista de horarios con su actividad adjunta. Todo programado, todo estudiado y analizado, todo predeterminado. Buscó en su entorno alguna foto en la que saliese, en la que observarse, pero nada había. Solo tomos, libros, carpetas, archivos, gráficas de resultados. Desesperado y dudando de su propia existencia decidió abandonarlo todo y buscar una respuesta, una solución. Decidió buscarse a si mismo. Llamó a su ayudante y le pidió que reprogramase todo el planning, que tenía que salir y no sabía el tiempo que tardaría, pero que hasta media mañana no contase con el.
De acuerdo Sr. Garrido. Le enviaré a su móvil un mail con el nuevo planning. Cancelaré todas las actividades que pueda y el resto las programaré para después.
Gracias Sr. Larraiza. Le tendré informado de mi regreso.
Si algo caracterizaba al Sr. Larraiza era su discreción, su docilidad ante los cambios, su templanza ante las adversidades y su gran capacidad de recomposición de problemas y tareas. Por algo había llegado a ser el ayudante del adjunto de dirección.
El Sr. Garrido llamó a su médico, que además, había sido compañero de estudios en el instituto.
Nacho, soy yo, Álvaro Garrido.
¡Hombre, Álvaro! Qué tal, cuanto tiempo.
Verás Nacho, necesito verte urgentemente. Tengo un problema.
Vale, pásate por aquí cuando quieras, te haré un hueco en cuanto llegues, pero, ¿Qué te pasa, que sucede?
Aún no lo sé con exactitud, eso es lo malo, por eso necesito tu ayuda. Seguro que tu encuentras una explicación.
Ya, te entiendo, pero necesitaría saber algún detalle para ir preparándome, para ir pensando en posibles soluciones.
Bueno Nacho, no se como decírtelo, se que te sonará raro pero se trata de mi aspecto. No me reconozco.
¿Tienes la cara hinchada, algún sarpullido, escamación, irritación…?
Realmente no, no es nada de eso, es más bien…mi expresión, mi gesto, mi cara.
No entiendo nada de lo que me cuentas, pero no te preocupes, ven y lo vemos.
Gracias, hasta ahora mismo.
Algo más tranquilo tras la conversación con Nacho abandonó la oficina, esta vez tomó un taxi para ganar tiempo y en menos de media hora se plantó frente a su médico y “amigo” Nacho. Nada más abrirse la puerta de la consulta le esperaba Nacho de pie con la mano extendida para recibirle. Álvaro dejó la mano atrás y le envolvió en un fraternal abrazo.
¡Ayúdame Nacho, ayúdame!
Pero hombre de dios ¿Se puede saber que demonios te pasa?
¡Mírame, mírame bien y dime que ves!
No se Álvaro, no se a que te refieres. Yo te veo bien. Siéntate y dime que te sucede.
Verás Nacho, esta mañana me he mirado en el espejo, pero no como siempre, ¿Sabes? esta vez con detenimiento, buscándome. Y mira, mira lo que me ha pasado, mira esta frente y estas arrugas que no se van, que no desaparecen haga lo que haga. Mira esta expresión de mal genio. Este no soy yo, Nacho. No me reconozco, no se quien es esa persona que veo en el espejo.
La expresión de Nacho cambió. Se fijó en las arrugas a las que su amigo hacía referencia. Unas arrugas a las que no había prestado atención. Se levantó, se situó frente a el y trató de eliminarlas estirando la piel de su frente. No pudo. Primero con suavidad y luego con firmeza fue incapaz de eliminar aquellas arrugas. Realmente aquello era raro, muy raro.
Vale Álvaro, de acuerdo, es extraño que no se puedan eliminar o estirar aunque sea por un momento. Puede ser que parte de la musculatura se haya fibrilado quedando rígida de forma permanente. Son cosas cotidianas en las que no reparamos y que descubrimos un buen día casi sin darnos cuenta. Yo, por ejemplo, descubrí hace poco que tengo un lunar en un testículo. Le pregunte a Marga y me dijo que lo tengo de siempre, desde que me conoció estaba allí. Y ya han pasado más de veinte años, Álvaro. ¿Te das cuenta? Ya se que lo tuyo es otra cosa, pero, realmente, ¿Cómo te encuentras, sientes algún dolor, alguna molestia?
No, no es nada de eso, no es algo físico. Es que ese no soy yo. Si no me miro nada ha cambiado, todo sigue igual. Pero es verme y sentir que me han invadido, que alguien se ha apoderado de mi cuerpo, pero ¿Para qué quieren un cuerpo, mi cuerpo? Yo, en mi interior, mi mente, mi ser, no he cambiado. Lo se. Pero quiero recuperar mi cuerpo, mi cara, mi expresión. Tengo miedo que esta “invasión” sea progresiva y que, poco a poco, se apoderé de mi, de mi forma de pensar, de sentir. ¿Entiendes cual es mi problema?
Álvaro verás. A veces llevamos una vida demasiado ajetreada, una vida que va pasando sin darnos cuenta, y un buen día, como te ha pasado a ti, nos miramos en el espejo y no nos reconocemos. Vemos entonces el paso de ese tiempo. Descubrimos arrugas, que tenemos menos pelo, que nuestros dientes están algo gastados, que nuestra piel ya no es tan tersa y nuestros músculos ya no son firmes. Eso es normal, eso es parte de la vida, eso es el paso del tiempo, su huella, su comunicación con nosotros.
Vale Nacho, todo eso está muy bien y lo entiendo. Hasta es posible que tengas razón y que toda esta historia de no reconocerme y sentirme ajeno e invadido sea solamente una paranoia, pero quiero, y necesito, recuperar mi expresión. Paranoico o no, necesito saberme yo cuando me mire. No pretendo parecer aquel chavalote de 20 años, no, no se trata de eso. Solo pretendo recuperar mi aspecto “normal”, eliminar esta expresión de mal genio. Yo no soy así, lo sabes, ¿No?
Eso está claro Álvaro. El mal genio es algo momentáneo, pasajero. La única solución que se me ocurre es la cirugía. Verás, conozco a un plástico realmente bueno, de toda confianza. Ha tratado a personajes públicos que no se exponen a cualquiera, ya me entiendes. Creo que lo mejor es que le veas y le expongas tus pretensiones. Una vez que elimine esas arrugas verás como todo vuelve a la normalidad. Pero no olvides que el tiempo sigue pasando, y que las arrugas volverán a surgir, el pelo caer al compás de los músculos y acabaremos, con suerte, manteniendo solo unas cuantas piezas bucales.  
Nacho sacó y le entregó de uno de los cajones de su mesa una tarjeta del cirujano plástico.
Cuando llames, dile que vas de mi parte, que es urgente y que traten de recibirte lo antes posible. Somos buenos amigos, no creo que tengas problemas.
Álvaro guardó la tarjeta en su cartera y con otro abrazo fraternal y agradeciéndole sus consejos y su influencia, abandonó la consulta. Ya en la calle sacó la tarjeta para llamar en aquel mismo instante al cirujano. Dr. Pedro González Hernández. Cirugía estética. Paró por un momento desconcertado por aquel nombre y dudó de la eficiencia del mismo. ¿Cómo alguien con ese nombre y apellidos podía ser una eminencia? El esperaba algo más sofisticado, con algún apellido extranjero y de difícil pronunciación, algo que le ofreciese ciertas garantías de éxito. Solo un instante más tarde se avergonzó de sus prejuicios y sacando el móvil llamó sin dudar a aquel teléfono que más que de una consulta estética parecía el teléfono de la esperanza por el ansia que demostraba. Le recibiría mañana a primera hora. El resto del día de hoy lo tenía ya comprometido en quirófano.
Álvaro regresó, previo aviso telefónico a su secretario Larraiza, a la oficina. El ajetreo por el retraso laboral le facilitó el olvido de su situación. Nadie de su entorno comentó nada al respecto de su aspecto, nadie se percató que podía pasarle algo, es más, su jefa y directora, Margarita Cuestas, llegó a observar, y así lo hizo notar, el corte de pelo del encargado del marketing, los zapatos nuevos de la directora de prensa y medios, así como el pendiente casi imperceptible por su tamaño que se había puesto Carlos Larrainza y del que Álvaro ni se había percatado. Ninguna apreciación hacia su persona, su imagen, más que tranquilizarle, le hizo recapacitar a que su problema era más interior que exterior, más psíquico que físico.
Tras la jornada laboral, y habiendo ya anochecido, Álvaro abría la puerta de su piso. Un duplex amplio con grandes ventanales y vistas a una ciudad ahora iluminada por miles de pequeñas luces, de hogares repletos de vidas compartidas. Álvaro, hay que decirlo, es un hombre soltero y cuarentón. Nunca fue buen estudiante pero pronto destacó en el arte del comercio. Poseedor de los mejores cromos y canicas era el magnate no solo de su clase, si no del colegio entero. Estudió comercio exterior dedicando la mayor parte del tiempo a una de sus pasiones, los idiomas. Sabía que aquello era suficiente para, con su maestría innata para los negocios, salir adelante de manera holgada en el mundo consumista en el que vivía. Alguien que ya de niño carecía de escrúpulo alguno y que centraba su existencia en el éxito personal, era consciente que el futuro se le presentaba tan brillante como prometedor. Y así se fue confirmando año tras año ascendiendo en el escalafón de la empresa. Dejando por el camino supuestas amistades, que no eran más que apoyos para llegar a una cima que nunca perdía de vista.
Solo a veces, y en especial hoy, Álvaro sentía cierta desazón por la soledad en la que se encontraba fuera de su oficina. Poseía la mejor tecnología, los mejores muebles todos de diseño, una bodega bien surtida, alguna obra de arte que le servía de inversión pero que ahora echaba en falta compartirla, admirarla por su alma y no por su cotización. Sentado en su sofá frente a un gran reserva era incapaz de dar un solo trago. Miraba en el fondo de la copa tratando de buscar en aquella sangre oscura un pozo de los deseos sin saber bien lo que buscaba. Perdido y desorientado enfocó su superficie encontrando su reflejo distorsionado y tenebroso. Las arrugas seguían allí, recordándole no solo su soledad si no también el miedo que sentía a perder su identidad, a dejar de ser el, a morir. Todos esos logros y esfuerzos por triunfar, por acumular, se le ofrecían inútiles ante unas simples arrugas. No solo se bebió la copa de un trago, a esa le siguieron varias hasta escurrir la botella. Quedó dormido, anestesiado por el alcohol como vínculo del olvido.     
Despertó de madrugada con un escalofrío. La cabeza cargada, el espesor de su boca y verse aún vestido, le recordó la lamentable situación de su dormir. Se levantó sintiendo el latigazo en la cabeza del último sorbo, sosteniéndola entre sus manos, trataba de recomponer el equilibrio de su interior y así poder llegar al baño. Una larga meada mientras se encorvaba hacia atrás con los ojos cerrados, le trajo un cierto consuelo. Esta vez, mientras se afeitaba, no dejaba de observarse, de contemplar aquellas arrugas que permanecían en lo que cada vez consideraba menos su propio rostro. Una vez aseado se miró por última vez al espejo antes de salir y le dijo a su reflejo, “esta es la última vez que te veo. Aún no ha nacido quien me venza” Y con esa idea de victoria partió al encuentro de Pedro Rodríguez Hernández.
Sentado en la sala de espera no era capaz de disimular sus nervios. Se levantaba en busca de una revista que finalmente nunca cogía, trataba de mostrar interés por unos cuadros que ni veía, y no paraba quieto ni un instante. A los diez minutos entró una enfermera llamándole a consulta. El corazón le dio un respingo acelerándose como nunca antes había sentido, las tripas se le encogieron y las piernas eran como castillos de naipes expuestos a una corriente de aire. Aún así, siguió aquel cuerpo embutido que en cualquier otro momento hubiera admirado y que ahora no era más que una luz a la que seguir. Una luz esperanzadora para retomar su ser, pero una luz intermitente y tenue invadida por las dudas y una cierta desesperanza. Tampoco tenía otra alternativa y mucho menos nada que perder, de eso el sabía mucho.
Buenos días Sr. Garrido. Siéntese por favor. Veamos, he hablado con Nacho y me ha puesto en antecedentes. Por lo visto quiere eliminar las arrugas de su frente dado que le confieren cierta expresión de mal genio. Algo me ha contado respecto a su no reconocimiento personal con dichas arrugas. Esto es normal, le pasa a la mayoría de mis pacientes y es por ello que vienen a consulta. Eliminar rasgos que el tiempo ha cambiado para retomar la imagen que se tiene de uno mismo, normalmente del pasado, de cuando uno era más joven.
Si, realmente es algo parecido a lo que me dice, pero mi no reconocimiento va más allá de una mera imagen. Siento que estoy siendo invadido por otra persona, otro ser. Siento que la imagen que se proyecta en el espejo no me pertenece, no soy yo cambiado. Simplemente, no soy yo.
Bueno, creo que hablamos de lo mismo pero en su caso el descubrimiento del paso del tiempo ha sido drástico. Por su ritmo de vida, su ocupación… No se iba fijando en esa transformación de su cuerpo, de sus rasgos, y de repente, un buen día, no se reconoce. No creo que el problema vaya más allá de algo estético. Eliminemos esas arrugas y verá como tras la cirugía todos esos temores desaparecen. Echémosle un vistazo. Túmbese en esa camilla, por favor.
Álvaro, algo inquieto pero más animado por las palabras del doctor, se tumbó en la camilla entrelazando sus manos que reposaban en el pecho. Cerró los ojos y espero el tacto de las manos del que sería su rescatador. Sintió unas manos cálidas y suaves que palpaban su frente. Sus pulgares recorrían las arrugas como surfistas cabalgando en las olas. Primero con suavidad y más tarde con una cierta presión. En ese momento notó que las manos se paraban, que una gran duda había surgido en ellas. Álvaro abrió los ojos y contempló los del doctor. Unos ojos llenos de dudas, de incredulidad ante lo que veía, ante lo que tocaba.
¿Pasa algo doctor?
No, realmente no, pero es extraña esta rigidez tan marcada. He visto arrugas rígidas, realmente tensas, pero estas… En fin, no se preocupe. Es una operación sencilla, basta con eliminarlas, adaptar la piel al nuevo espacio y listo. Volverá a ser el que recuerda.
¿Cuando puede operarme? Verá, estoy realmente angustiado.
Ahora podemos hacer la analítica, la intervención necesita anestesia general, los resultados los tendremos esta misma tarde y si todo sale bien, podríamos intervenirle mañana por la mañana. Estará en observación unas horas y podrá irse a su casa. Se trata de una cirugía superficial que no le afecta en su vida cotidiana, solo tendrá que tener ciertas precauciones, mínimas, que se las facilitaremos más adelante. Pero no se preocupe, esto es como quien se hace un tatuaje.
Álvaro salió de la consulta como un hombre nuevo, como si ya no tuviese las arrugas que formaban parte de un pasado del que ahora hasta se avergonzaba. Se dirigió a la oficina como antes de haberse descubierto invadido, sin fijarse en nadie, planeando en su cabeza todos los cambios laborales que tenía que hacer para cubrir su convalecencia. En el trabajo contaría la verdad. Que se iba a someter a una cirugía plástica menor y que en 48 horas estaría de nuevo en su puesto.
La jornada pasó ajetreada con tanto cambio de programación, si bien notó que desde su anuncio de la intervención, le observaban con un detenimiento que antes no había. Era como si a modo de despedida de aquel rostro quisiesen memorizarlo para luego compararlo con el nuevo. Incluso llegó a escuchar algún susurro a sus espaldas del que ahora el sonreía sabedor de su protagonismo. Eso siempre le gustaba, saberse el centro de atención.
Antes de irse a dormir pasó un buen rato mirándose al espejo, tratando de buscarse en aquel rostro desconocido, si bien ahora su temor se había disipado. Casi pertenecía al pasado sabiéndose vencedor en una batalla que hacía menos de un día daba por perdida. Aunque tardó algo en dormirse, el sueño fue reparador y placentero, no recordaba lo soñado y se sentía descansado y optimista. Ya, frente a ese espejo antes maldito, se despedía con aire victorioso de su imagen.
Hasta nunca cabronazo. ¡Menudo susto me has dado!
Llegó a la clínica y esta vez si que vio a la enfermera. Recorrió su cuerpo con la vista como si con ello pudiese tocarla, recorrerla en cada pliegue, en cada curva. Sonreía en sus adentros y se maldecía por no haberse fijado antes. “Hay que joderse, lo que se puede perder uno, madre mía como está la criatura”
Todo cambió cuando se vio vestido con esa bata de papel verde casi etérea que malamente le tapaba el culo. Los nervios afloraban y un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo. El frío del quirófano, los focos de luz blanca, el metálico sonido del instrumental… Respiró profundamente tratando de tranquilizarse. Ya quedaba poco para pasar página de un episodio con el que jamás había contado. Una cara apenas reconocible tapada con mascarilla y gorro de cirujano se mostró ante sus ojos.
Bueno Sr. Garrido, ¿Cómo está?
Bien, bien, con ganas de empezar y de acabar cuanto antes.
Vale, eso está bien. Ahora le vamos a dormir, trate de pensar en algo agradable, algo de su pasado que recuerde con cariño. Cuando despierte, ese será su primer sentir y será más llevadero.
Mientras le tomaban una vía y le preparaban la frente para la intervención, Álvaro trataba de seguir los consejos del doctor. Buscaba en su memoria algo agradable que recordar, algo que hubiese merecido la pena y que le ensalzara como ser humano, algo que lejos de lo puramente económico o productivo le hiciese sentir que había sido persona. Pero Álvaro no era capaz de recordar nada. Solo éxitos y triunfos comerciales, mercantiles, profesionales. Se desplazó a su niñez y tampoco halló nada más allá de los montones de cromos y puñados de canicas logrados por su ingenio. Buscó en el recuerdo de su madre, en ese lazo indestructible madre-hijo, en ese amor maternal que debía ser puro, generoso, gratuito. Pero solo recordaba las negociaciones de su paga semanal, de cómo la ignoraba hasta conseguir una mayor asignación, tras la cual, y en compensación, abrazaba y besaba a su madre expresando un amor que realmente nunca sintió si no que era el mero pago a una prestación. Los nervios le atenazaban. Para evitarlo culpó al médico por ello y decidió pensar en el último balance de resultados. Eso si que era positivo y, además, al despertar le brotarían nuevas ideas para unos resultados aun más brillantes. Al final podría amortizar el coste de la intervención con las ideas surgidas de ella. Incluso podría pasar la factura de la misma como parte de su trabajo, añadiendo, claro está, algún apartado de indemnización por las molestias de convalecencia.
Y se hizo la noche sin saberlo, sin recordarlo, sin tan siquiera intuirlo. Abrió los ojos de la misma manera que los había cerrado. Enseguida supo dónde estaba y que le había llevado hasta allí. Veía la pared frete a el, con una televisión pequeña que funcionaba con monedas, un confortable sillón, una pequeña mesita que servía de escritorio y mes de comida. Miró sus pies que despuntaban bajo la sábana. Los movió como certeza de su funcionalidad. Todo estaba bien. Luego observo sus brazos y sus manos. En uno de ellos estaba la vía conectada al gotero que ascendía hasta la bolsita del suero. Todo parecía normal. Justo cuando alzaba las manos para tocarse la cara entró una enfermera acompañada por el doctor Rodríguez Hernández que inició su conversación mientras la enfermera comprobaba el gotero y le tomaba la temperatura y la tensión.
¿Qué tal se encuentra Sr. Garrido?
Bien, muy bien.
¿Algún mareo, vómito, molestia, hormigueo…?
No, que va, nada en absoluto. Me acabo de despertar y me encuentro bien. Algo desorientado pero sin molestia alguna.
El Dr. Hernández Rodríguez leía lo que sin duda era su historial mientras la enfermera, una vez terminado el chequéo y habiéndole incorporado la cama, abandonaba la habitación.
El Dr. Se sentó en la cama junto a el quedando ambas caras a una misma altura. Algo que sin duda le extraño de sobremanera y que le indicaba que algo no iba bien. No es algo nada habitual en un médico salvo que porte malas noticias.
Verá Sr. Garrido. Como le comenté, la operación consistía en eliminar las arrugas y restaurar la tensión de la piel. Una vez abrimos y apartamos la piel hacia atrás, nos encontramos esos surcos pertenecientes a las arrugas a eliminar. Cuando procedí a su extirpación, me fue imposible.
¿Cómo que le fue imposible? No entiendo nada.
Los ojos de Álvaro parecían abandonar sus órbitas al mismo tiempo que se llenaban de lágrimas que se agolpaban ante un precipicio sin retorno.
No sé como explicárselo. Cuando acerqué el bisturí para proceder a la extirpación, había una barrera invisible que me lo impedía, como una fuerza magnética que frenaba mis movimientos. Ejercí una mayor presión aún a riesgo de, una vez atravesado eso que entendía como fuerza magnética, poder causar una lesión. Pero me fue imposible.
En ese momento las lágrimas no se pudieron contener más y caían silenciosas en ese tobogán que eran sus mejillas, dejando su húmeda marca en el camisón verde hospitalario, como las primeras gotas de una lluvia en el asfalto caliente del verano.
Pensé que podía solucionarlo utilizando un bisturí cerámico, por evitar el metal dada mi impresión que pudiera tratarse de magnetismo. Pero el resultado fue el mismo. Se me ocurrió que el problema podía radicar en mi, en mi persona. Aún sin entender la causa o motivo, pensé que yo era el problema. Pedí a otro de los cinco doctores que formamos el equipo que hiciese la intervención por mi. Igual de atónito fue quedando uno tras otro de mis colaboradores. No encontramos motivo lógico, razón aparente, causa justificada en una situación por la que jamás ninguno de nosotros había pasado antes, oído hablar, leído en ninguna publicación médica, congreso, charla o simple comentario.
A Álvaro le seguían cayendo las lágrimas mientras recorría la cara del Dr. Rodríguez Hernández que poco a poco bajaba su mirada hacia un suelo que se le hacía infinito.
Pero… Eso no es posible Dr. Tiene que haber una explicación, una solución…
Lo sé Sr. Garrido, nosotros estamos igual de perdidos, de incrédulos ante algo tan nuevo y desconocido. Es como si esas arrugas, ajenas al ser donde están ubicadas, hubiesen desarrollado un mecanismo de defensa propio, como si tuviesen vida propia. Es una locura pensar en algo así. Son como…Un parásito, un cuerpo extraño que se afincó en Vd. Y que se niega a ser exterminado.
¿Me está diciendo que tengo un alien en le frente o algo así?
Las lágrimas dejaron de brotar, y de la incertidumbre pasó al enojo, a la incomprensión de algo injusto, de algo absurdo y poco apropiado para una eminencia de la medicina.
No Sr. Garrido, no creemos eso. Trato de buscar un símil que explique lo ocurrido. Esas arrugas son parte de su cuerpo, con un aspecto normal, muscular, que forman parte de su organismo, de Vd. Solo trato de entender lo ocurrido, que nos parece imposible, ajeno a cualquier lógica. Que conozcamos, nada similar a ocurrido antes en ningún sitio. Por eso quizás mi torpeza a la hora de expresarlo.
¿Y ahora…?
Ahora, Sr. Garrido, nos gustaría hacerle unas pruebas para tratar de averiguar ante que nos enfrentamos, si me permite la expresión. Una resonancia, Tac, ecografía…
Habla como si de un enemigo ajeno se tratase, como algo exterior y que no forma parte de mi a lo que hay que vencer. Yo también he tenido esa sensación y me preocupa. Me preocupa el mero hecho de pensar que estoy siendo invadido.
No, no pensamos que sea algo ajeno a Vd. Es parte de Vd. Pero que desconocemos su comportamiento, su reacción, y por tanto como tratarlo, como eliminarlo.
Pero yo me miro y no me reconozco. Mi pensamiento sigue intacto, soy dueño de mis movimientos, mis actuaciones, pero me veo y…Ese rostro, esa cara, esa expresión…No soy yo, y temo que en cualquier momento se apodere del resto, de mi como persona, que domine mi mente, mis actos, mi vida. O lo que quede de ella. Ya he perdido mi imagen y siento que es como la visita de la propia muerte que avanza frente al espejo como anuncio de un fin, mi fin. El solo plantearme la posibilidad de dejar de ser dueño de mi conciencia, de mi pensar… ¿Sentiría algo, vería, razonaría…? Me aterra, me consume vertiginosamente. Y creo que ese es otro paso, uno que no puedo tampoco evitar hacia mi propia destrucción. Creo que es otro síntoma de mi invasión, mi destrucción.
No, en absoluto. Su reacción es normal, el agobio que siente es el lógico ante un rostro que no reconoce como el suyo, pero su esencia le pertenece, está intacta. Debe tratar de tranquilizarse, tener un poco de paciencia. Todo esto tiene una explicación, eso seguro. Y aunque aún no la conozcamos en este momento, lo averiguaremos. Se lo garantizo.
Dentro de un par de horas podrá irse. Trate de distraerse, relajarse lo más posible, y mañana empezaremos con las pruebas que nos mostrarán el camino a seguir, que nos darán la solución a su problema. Créame. Esto, aunque extraño, no es el final de su existencia, y mucho menos la invasión de su persona. A lo largo de la vida, nos vamos encontrando con circunstancias desconocidas, con retos y situaciones que nos hacen pensar que estamos ante las puertas del fin. Pero el ser humano tiene la capacidad del raciocinio, de la investigación, de la búsqueda del origen de las cosas y sus soluciones. Eso ha hecho que sigamos evolucionando, venciendo enfermedades, alargando nuestro tiempo de vida. No se si llegará el día que venzamos a la muerte y podamos mantener nuestro cuerpo activo sin deterioro. Yo, personalmente, espero que no suceda, pero no hay duda que cada vez, con los avances médicos y la investigación, el ser humano vive más y más años.
Aquel discurso logró tranquilizar en cierto modo a Álvaro, que agotado por el estrés de la situación y aún algo aturdido por el efecto de la anestesia, no tardó en quedarse dormido.
Dos horas más tarde despertó y recapacitó sobre las últimas palabras del doctor, que en aquel preciso instante entraba en la habitación para controlar sus constantes, ver su evolución y, si no había más novedad, darle el alta hasta el nuevo ingreso al día siguiente.
Tras despedirse del doctor se vistió, y una vez en el baño, se enfrentó  de nuevo a su imagen en el espejo. Salvo una estrecha tira de esparadrapo que ocultaba los puntos de la intervención, todo permanecía igual. Sus arrugas y esa expresión tan ajena que le tenía amedrentado. Se miró fijamente con una rabia hasta ahora desconocida para el, con una ira capaz de destruir todo aquello que se interpusiera en su camino. Pero aquello que se interponía no era más que el mismo. En ese momento se prometió, frente a ese espejo y ante ese ser desconocido que ante el se reflejaba, que en el primer momento que sintiese que algo más allá de su imagen dejase de ser el mismo, acabaría con su existencia arrastrando a ese ser a su extinción. Era, sin duda, la única alternativa.
Salió de la clínica con paso decidido no sabía hacia donde. Tampoco se lo planteaba. Caminó ajeno a todo lo que le rodeaba, sin rumbo, sin destino. Su cuerpo y su mente transitaban por caminos diferentes. Ajenos el uno del otro. Pero el cansancio los encontró en un parque y fue el cuerpo el que obligó a la mente a que se sentará a descansar. Las piernas, doloridas, reposaban en un banco y servían de apoyo a los brazos que a su vez sujetaban la cabeza de Álvaro. Frente a el, un grupo de niños jugaban en el parque. Unos se columpiaban y otros se tiraban por el tobogán mientras tres niñas y un niño de unos cinco años se entretenían con la arena. Aquella imagen hizo recapacitar a Álvaro sobre lo que había sido su vida hasta entonces. Qué había logrado en la vida, y si había merecido la pena. Todo lo que le vino a la mente, sus recuerdos, no hicieron más que entristecerle. Su vida, esa que consideraba triunfal, no era más que un inmenso vacío, una inmensa soledad. No tenía recuerdos de cariño, amor, complicidad, entrega. Su vida había sido malgastada en la consecución del éxito de lo material, lo productivo, el triunfo, la gloria, el poder, el dominio. Pero nada de eso le servía en este momento. Nada de eso tenía ningún valor. Se había equivocado, su vida era un rotundo fracaso. El era un fracaso. Era víctima de si mismo. Con esos pensamientos y viendo a aquellos niños felices compartiendo juegos, no pudo evitar que sus ojos se inundaran de nuevo de lágrimas. Lloraba en silencio, casi sin darse cuenta. Lloraba como jamás lo había hecho. Lloraba como un niño sin consuelo. Lloraba y lloraba vaciándose en cada lágrima que una tras otra brotaba de lo más profundo de su interior. Cada una de ellas portaba un deseo no cumplido por no haberlo deseado. Una vida malograda resbalaba por sus mejillas hasta caer y ser absorbida por una tierra seca y estéril. Tan seca y estéril como su pasado, como su presente, como su vida.
Una de las niñas que jugaba en la arena se percató de su presencia. Dejó de jugar y observó como lloraba. Como caían una tras otra las lágrimas de un hombre en profundo silencio. Un hombre que estaba solo y ausente. Se acercó a el y se sentó a su lado. El, ni se había percatado. La niña posó su mano en la nuca de Álvaro. Al sentir el contacto Álvaro giró su cabeza y la miró con extrañeza, con sorpresa. Sus lágrimas seguían cayendo.
¿Qué te pasa, te has perdido?
Álvaro, haciendo un gran esfuerzo, logró forzar una sonrisa. Las lágrimas pararon su camino al vacío.
Si, me he perdido. Hace mucho tiempo que estoy perdido. Tanto que ni lo recuerdo.
Bueno, no te preocupes. Si quieres, puedes venirte a mi casa. Tenemos una habitación para invitados y puedes quedarte allí hasta que te acuerdes de cómo volver a la tuya. Yo no tengo hermanos. Así jugaríamos juntos ¿Sabes? Además, mi madre no tienen mucho tiempo para jugar conmigo, siempre está trabajando.
Gracias cariño, quizás acepte tu invitación, pero tengo que pensarlo ¿Vale?
Vale, pero no sigas enfadado. Mi madre dice que enfadarse no sirve de nada.
No estoy enfadado. Todo lo contrario. Creo que jamás me he sentido mejor que en este momento. Y te lo debo a ti.
Entonces… ¿Porqué pones esa cara?
Verás, hace poco, cuando me levanté y me miré en el espejo me encontré con esta cara. Una cara que no reconocía como la mía. Esta cara de enfado que tú ves. He ido al médico y me ha dicho que no sabe que me pasa, porque tengo esta cara, esta expresión. Ha tratado de cambiarla, ¿Ves esta tirita? Y no ha podido, no ha sido capaz de quitar estas arrugas que hacen que parezca que estoy enfadado.
¿A lo mejor es porque estás enfadado y no lo sabes?
Es posible que tengas razón. Pero si no se que estoy enfadado…¿Cómo puedo desenfadarme?
Ummmm… No lo sé. Tal vez has ido al médico equivocado. Yo iría al oculista.
¿Al oculista? Y eso…
Cuando yo me enfado mi madre dice que se me ponen unas arrugas como las tuyas y que estoy muy fea. Que si no aprendo a ver las cosas de otra manera me van a quedar ahí para siempre.
¿Y funciona?
Muchas veces no, por lo menos al principio. Luego, si no se me pasa y sigo enfadada, viene corriendo y me abraza muy fuerte. Me da un beso y me dice que me quiere, que me quiere mucho. Entonces siempre se me pasa.
¿Y que tiene eso que ver con un oculista?
Mi madre es oculista y es la que me enseña a ver la vida para no enfadarme, y si lo hago, es la que sabe curarme con abrazos y besos. Ahora está trabajando, yo estoy con la cuidadora, pero si vienes a casa conmigo, esta tarde te puede curar y luego podemos jugar juntos.
En ese momento volvieron las lágrimas a los ojos de Álvaro. Volvieron a humedecer los surcos salados que las anteriores habían dejado. Pero esta vez eran unas lágrimas desconocidas para el, unas lágrimas nuevas, unas lágrimas de felicidad y de sosiego que nunca antes había experimentado. Unas lágrimas que le devolvían la esperanza.
¿Por qué lloras ahora, no quieres que te cure mi madre?
No es eso, que va. Ahora lloro porque me siento feliz.
La niña se puso de pie y abrazó muy fuerte a Álvaro, y dándole un beso le dijo:
Me alegro que seas feliz. Yo te quiero mucho.
En ese momento Álvaro sintió un dolor en su frente. Un dolor de agradable distensión. Un dolor que auguraba esperanza, futuro.
Incrédulo de lo que le estaba pasando se aferro con más fuerza a aquella niña, y devolviéndole el beso le dijo:
Gracias cariño, yo también te quiero mucho. Y además creo que tu también serás oculista ¿Sabes?
Y eso tu como lo puedes saber.
Álvaro se separó de ella, y tocándose la frente le dijo:
Ya no tengo arrugas ¿Lo ves? Me has curado.
La niña sonrió feliz y gritaba, ¡Voy a ser como mi Mamá, voy a ser como mi Mamá!
Se volvieron a fundir en un abrazo, un abrazo casi eterno, firme, sentido.
Oye, que me estás estrujando. Y deja ya de llorar, que me estás empapando la blusa, y la que se va ha enfadar es mi madre y voy a tener que curarla a ella también.
Tienes razón, pero creo que cuando se seque no se notará nada.
Entonces… Ya no vas a venir a casa conmigo.
No, creo que no. Creo que ya me acuerdo del camino hacia la mía, tú me lo has hecho recordar.
Entonces, ¿No podremos jugar juntos?
Si, claro que si. Tú vienes mucho por aquí, ¿No?
Si, vengo casi todos los días.
Pues no te preocupes que yo también vendré para jugar contigo, no te digo que todos los días, pero seguro que nos vemos.
Carlota… ¿Vienes o qué?
 Le gritaron los otros niños.
Anda Carlota, vete con ellos, te están esperando. Tienes un nombre muy bonito ¿sabes?
Si, a mi también me gusta. Tú, ¿Cómo te llamas?
Álvaro, me llamo Álvaro.
Adiós Álvaro, ¿Nos veremos mañana?
Si Carlota, si. Nos veremos mañana.
Carlota se fue corriendo dejando a Álvaro con los brazos abiertos lánguidamente y con una sonrisa que nunca antes notara. No necesitaba tocarse su frente. Sabía que ya no tenía arrugas. Se levantó del banco y sin prisa contempló todo lo que le rodeaba dirigiendo sus pasos hacia su casa. Se detuvo un segundo y se giró para ver de nuevo a Carlota jugando con sus amigos. Al día siguiente la volvería a ver.
De Álvaro sabemos que a la mañana siguiente presentó su dimisión en la empresa. Que abrazó a todos y cada uno de los integrantes de la misma que, atónitos, aun siguen desconcertados.  También sabemos que adoptó un perro pequeño de gesto enfadado pero alegre y risueño con el que compartió muchas tardes junto a Carlota.
El Dr. Pedro Rodríguez Hernández se preocupó de la ausencia de Álvaro al día siguiente. Si bien sintió más alivio que preocupación por librarse de un problema que no sabía como solucionar. Al día de hoy, cuando cena con sus colegas, recuerdan el extraño caso de Álvaro Garrido.

8 comentarios:

  1. Me es difícil comentarte este relato. Abarcas desde el miedo a la vejez hasta la imposibilidad de regresar al pasado, dejando la inmensa puerta abierta a un futuro de nuevo quilómetro cero.

    Es una maravilla, que vale la pena releer, porque en una primera lectura se pierden detalles. Creo que será de las pocas, contadas ocasiones, que hago ese ejercicio.

    Nada más. Cuando veo a un tipo jugando con una niña llamada Carlota, mis ojos son limpios como los del can.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola Albada. Perdón por el retraso en la respuesta. Estoy perdido en los tiempos y no llevo organización alguna, con lo que estoy muy poco frente al ordenador. Tengo que planificarme y retomar tu blog, y otros cuantos, que tengo un poco abandonados.
      Te agradezco tus comentarios que me llenan al sentir estos relatos compartidos. Es el premio a los que escribimos, y por eso debo retomar el ritmo perdido. Estos momentos alisan las arrugas que la sociedad y los ritmos nos marcan.
      Un besote y hasta muy pronto.

      Eliminar
  2. Bueno, bueno, Cormorán. Lo que he disfrutado con todos tus vaivenes narrativos. Ya te dije que te veía de pintor de pincelada larga. No sé si tenías ya la historia en la cabeza o te has ido dejando llevar, en cualquier caso, hay momentos muy bien narrados y originales. El remate de la historia, abierto a la esperanza y en positivo, quizá es lo más ortodoxo, pero una última pirueta
    desconcertante no habría estado tampoco mal. Enhorabuena, he disfrutado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es cierto Gabrielpalafox. Este relato pretendía ser breve, así me vino a la mente. Pero empecé a escribirlo y... como dices, me he dejado llevar. Hago pocas correcciones, solo cuando releo lo escrito surgen retoques. En cuanto al final, quise algo positivo, últimamente son algo truculentos y sentí la necesidad que entrase una brisa fresca.
      Muchas gracias por tus ánimos, tu lectura y tu disfrute que con ello es el mío.
      Un abrazo

      Eliminar
  3. Que bien que escribes!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias Robert y bienvenido a estas aguas de Cormoranes, aveces cristalinas y otras tenebrosas y turbulentas.

      Eliminar
  4. Me he quedado clavado ante el espejo, mirandome las arrugas, que ayer no estaban, sin atreverme a salir de casa. Qué hago?
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ja,ja,ja. Creo que lo mejor será romper los espejos y evitar reflejos. También puedes seguir los pasos de Álvaro y buscar en la sencillez una nueva forma de ver la vida.
      Un abrazo Alfred

      Eliminar