Llegó el momento de la verdad. Lo había deseado, meditado, pedido, y, por fin, conseguido.
Subí a aquella atracción fascinante que prometía aventura y riesgo. Y un gran miedo, de eso estaba segura. Solo pensarlo me emocionaba, esa sensación de pavor, de casi morir en ello. ¡Qué gusto más extraño! Gozar con el sufrimiento…¡Qué raro!
Arrancamos y ese cosquilleo de arrepentimiento brotaba como irrefrenable, me invadía y colapsaba. Sonreía forzadamente por no empezar a gritar. No había causa para ello más que la del conocimiento de lo que se avecinaba. Del resto recuerdo un gran arrepentimiento sabiendo de la imposibilidad de la marcha atrás, un gritar incesante, un frenético palpitar. Deseé la muerte inmediata, no podía ser peor, seguro. Menos mal que ahí estaba ella, mi madre, como siempre está. ¡Grita! Me decía, grita que no pasa nada.
Al parar tomé aire, sonreí, apenas podía andar, temblaba como un flan. A diez metros miré hacia arriba, allí donde había estado. ¿Podemos volver a subir, Mamá?