26 oct 2012

Quiero pensar



El 21-10-2012 murió Antonio. No me preguntéis el apellido pues no lo se. Al regresar a casa, después de comprara el periódico y ejercer nuestro derecho al voto, había dos policías en el soportal del chalet en él que vivía. Un chalet dejado en abandono por sus dueños que según dicen huyeron dejando un rastro de deudas. Allí, bajo ese soportal, tenía su casa donde iba acumulando lo que encontraba por la calle tirado y en lo que él aun encontraba alguna utilidad. Llegó a tener un somier con colchón donde dormir estirado, y parecía que había encontrado un lugar donde asentarse y dejar de recorrer las calles siempre increpado por los transeúntes quejosos de una visión desagradable. Poseía un viejo carro de la compra destartalado lleno de bolsas de contenido indescifrable. Unas mantas y trapos viejos, así como una escoba con la que barría aquel pequeño trozo de acera que supongo consideraba su salón, baño, cocina y dormitorio. Su vestimenta era siempre la misma. Vieja, raída y sucia, espantaba a cualquiera de su acercamiento. Al igual que sus ropas, era su piel y su pelo.
 Se de su nombre porque se lo pregunté. Las siguientes palabras no las entendí. En alguna ocasión le dejaba una pequeña compra a base de pan de molde, fiambre al vacío, fruta y galletas. Siempre daba las gracias, poco más decía y poco más quería escuchar yo. Un cierto miedo y una cierta repulsión, todo hay que decirlo, me impedía permanecer allí y tratar de hablar con el. Suponía que cada cual vivía en su mundo y que solo la entrega de alimentos era nuestro punto de conexión. También se que otros vecinos tenían a bien facilitarle comida y algo de dinero.
Bebía. Supongo que mucho. Solía tener un garrafón de plástico de 5 litros con vino. Algo que imagino le ayudaba a olvidar o sobrellevar su situación, de tal forma que casi siempre estaba dormido, esparramado en un pequeño sillón orejero que encontró en algún lado.
Quiero pensar que Antonio, a su modo, y seguro que contra sus deseos iniciales, era feliz. O por lo menos vivía de una forma, aunque muy sufrida, tranquila y, sobre todo, bastante libre. Quiero pensar que su única atadura real era su dependencia del alcohol diario y un mínimo que llevarse a la boca. En ambos casos creo que nunca le faltó de ninguno en la medida de sus necesidades o pretensiones.
Quiero pensar que ni tan siquiera esas necesidades ocupaban su pensamiento diario. Lo que pensase y sintiese yo no lo se, pero en cierto modo envidiaba su libertad. Era dueño de sus actos y su vida, y nada le ataba a ella. Si tenía preocupaciones lo desconozco, aunque creo que vivía el momento, el instante mismo de su existencia. Y creo que vivía sin miedo alguno, sin temores, sin preocupaciones, sin responsabilidades para con nadie. Ni para consigo mismo.
Quiero pensar que Antonio era feliz en su miseria. Que hacía mucho que había renunciado a su condición de ser humano, y que los demás se lo afirmábamos haciéndole invisible.
 Y hoy no trataría de reciclarle, reconvertirle, de sacarle de esa miseria. Porque creo que en un momento de su vida tomó esa decisión. La de vivir como vivía. Y quiero pensar, o quiero creer, que encontró en ella una forma de vivir y de ser feliz. Si, digo ser feliz porque creo que no hay mayor felicidad que la de ser libre. El no tener nada, te libera de cualquier atadura. El no tener nada, te lo da todo para ti.
Al día siguiente, cuando pasé donde estaba camino del trabajo, comprobé que la cuadrilla de limpieza del ayuntamiento había despejado su casa. Sólo quedaban ciertas manchas en el suelo que me recordaban que allí había vivido un ser humano.

31 jul 2012

Juan y Manuel

- Cuando Juan me mira veo en sus ojos el tiempo compartido de la calma, de la espera sosegada de un futuro por descubrir. Descubrí su mirada entre el humo del tabaco y las luces parpadeantes, entre las vibraciones de la música y el ir y venir de la gente danzando al ritmo que cada cuerpo interpreta de forma diferente. Nuestros ojos se buscaban inmóviles esperando esos espacios vacíos de los huecos de una carretera de línea discontinua.
- Cuando Manuel me mira veo en sus ojos la prontitud de un deseo ardiente por vaciar. Una espera retenida buscando la oportunidad propicia para que el asalto del instinto tenga éxito. Descubrí su mirada entre el humo del tabaco y las luces parpadeantes, entre las vibraciones de la música y el ir y venir de la gente danzando al ritmo que cada cuerpo interpreta de forma diferente. Nuestros ojos se buscaban inmóviles esperando esos espacios vacíos de los huecos de una carretera de línea discontinua.
- Cuando Juan me mira veo en sus ojos, recorriendo mi cuerpo, la visión de un contacto sereno y sentido. Donde las temperaturas se acomodan formando un mismo clima. Donde los tactos se entrelazan hablando de pasados por descubrir. Donde los olores, ya propios y mezclados, se reconocen como uno. Descubrí su mirada, recorriendo mi cuerpo, cuando dejamos aquella humareda de luces y vibraciones, cuando los cuerpos danzantes quedaron atrás y la línea discontinua se difuminó mostrando un camino limpio por recorrer.
- Cuando Manuel me mira veo en sus ojos, recorriendo mi cuerpo, la visión de un contacto incontenible, donde las temperaturas chocan fundiéndose en una ebullición incontrolada. Donde los tactos se hunden recorriéndose como si fuesen a escapar. Donde los olores, ya intuidos, son devorados por el cuerpo. Descubrí su mirada, recorriendo mi cuerpo, cuando dejamos aquella humareda de luces y vibraciones, cuando los cuerpos danzantes quedaron atrás y la línea discontinua se difuminó mostrando un camino limpio por recorrer.
- Cuando Juan me mira veo en sus ojos, tumbados ya en la cama, el dejarse mecer en un tiempo parado y a disposición de la vida. Veo sus ojos seguir el tacto de sus manos recorriendo, como un simple roce si cabe, la tierra deseada. Veo sus ojos cerrados inhalando y susurrando una unión atemporal y cálida. Veo sus ojos que me miran mientras me besa y me degusta en un recorrido casi infinito. Descubrí su mirada, tumbados ya en la cama, mientras oía el segundero del viejo reloj que marcaba un tiempo para nosotros parado.
- Cuando Manuel me mira veo en sus ojos, tumbados ya en la cama, el asalto imparable en la conquista de lo que consideró ganado. Veo sus ojos seguir el tacto de sus manos ávidas recorriendo con ansia e ímpetu las tierras conquistadas. Veo sus ojos cerrados absorbiendo y deglutiendo entre gruñidos amortiguados, una unión violenta y tórrida. Veo sus ojos que me miran mientras me devora a besos engulléndome en un recorrido casi infinito. Descubrí su mirada, tumbados ya en la cama, mientras oía el segundero del viejo reloj que marcaba un tiempo para nosotros parado.

Sin saber bien la razón, crucé con la mirada la densa niebla de humo del tabaco. Esquivando los destellos de las luces, sostenía con la mente los pálpitos del corazón azuzados por las vibraciones de la música. Entre el ir y venir de los danzantes, buscaba de forma intuitiva su presencia. Vi en su mirada la certeza de un compromiso. Pasó un danzante. Vi en su mirada el deseo apasionado. Pasó un danzante y le perdí de vista. Noté su mano cogiendo la mía. Un intenso calor se fundió con el mío. Pasó un danzante. Su mano cálida casi quemaba la mía. La tomó con fuerza, con decisión, sin miramientos. Pasó el último danzante que dejamos atrás, con los otros, junto a la niebla de tabaco, los destellos de luz y las vibraciones de la música. Mientras, notaba su mirada recorriendo mi cuerpo. Sentía la dulzura del sosiego y la ebriedad de una pasión desbocada. Tumbados ya en la cama veo en sus ojos un respeto dulce que contiene al impulso lascivo de su deseo. Luego sus ojos siguen el tacto de sus manos que recorren acariciando mi cuerpo y que, poco a poco, aumenta de presión hundiendo sus carnes en las mías. Vuelve una calma tenue y cierra los ojos. Su nariz pegada a mi piel inhala cada poro de esta. Recorre mis muslos y mis ingles como si de azahar se tratase. Sigue ahora por el vientre hundiendo su nariz y aumentando su velocidad. El esternón, los pechos y el cuello. Justo ahí, detrás de la oreja, se detuvo, y con los ojos abiertos, mirando a los míos, me besa con dulzura deshaciendo el camino. Besos etéreos en el cuello, inquietos en los pechos, con ansia en el vientre, voraz en el sexo. Descubrí su mirada, tumbados ya en la cama, mientras oía el segundero del viejo reloj que marcaba un tiempo para nosotros parado.   
Así conocí a Juan Manuel, entre humos, luces, vibraciones y gente. Me cautivó esa forma suya de mirar. Tan pronto dulce y serena como tórrida y violenta. Y fue su profesión de relojero y su promesa de poder parar el tiempo, lo que me hizo abrirle la puerta de mi casa. Y tras ella yo y mi cuerpo.

29 jul 2012

Operario

-Informe.
-Se ha detectado un sentimiento no programado.
-¿Se sabe su origen?
-No. Se está intentando rastrear pero la señal ha sido débil.
-Es el cuarto sentimiento no programado en los últimos 47 años que surge. Aunque no es preocupante, debemos estar alerta. ¿De qué sentimiento estamos hablando?
-Aún está por verificar. Lo cotejamos con la base de datos, y en principio, parece tratarse de esperanza.
-¿Esperanza? Eso es imposible, la esperanza fue erradicada y por precaución no se conservó muestra alguna. ¿Son los datos fiables?
-Por eso está por verificar. El resultado fue emparejado con los datos de la última esperanza conocida. Al no tener una muestra procesada en la programación sentimental actual es solo una suposición.
-Si se verifica estaríamos hablando, no de un error en la programación, si no de lo que antiguamente se conocía como virus. Algo completamente ajeno que invade un sistema para realizar todos los cambios precisos hasta hacerse con el control.
-En cierto modo, nosotros somos virus…
-No. En absoluto. Nosotros somos el resultado de una evolución deseada.
-Pero en nuestro origen los sentimientos fluían libremente y surgían ante ciertos estímulos. Ahora han sido erradicados, eliminados y, en el mejor de los casos, programados para su utilización de forma controlada en intensidad y duración.
-Si, eso es así, pero a diferencia de un virus que invade, hemos llegado a este punto por libre elección, por lo que los antiguos llamaban deseo propio. Nuestro origen está en lo que se conocía como humano, una evolución del primitivo mono. El ser humano, nuestros antepasados, empezaron a crear máquinas que desarrollaban el trabajo de los humanos, se producía mucho más a menor coste. Se le denominó la revolución industrial. Nunca se imaginaron hasta que punto era una revolución, una revolución provocada y dirigida por ellos mismos. En épocas de crecimiento, se invertía en investigación para la mejora tecnológica, para hacer la vida del humano más y más cómoda cada vez, creando para no tener que crear, para que creasen por ellos. En el siglo XXI se dieron los primeros resultados destacables de mezcla entre humano y máquina. Se crearon procesadores que insertados en el cerebro humano podían dar el habla a los mudos, oído a los sordos, vista a los ciegos…
-Todo eso lo conozco, forma parte del primer ensamblaje de cada unidad. El procesador histórico.
-Efectivamente, el procesador histórico es el primero en nuestro ensamblaje para poder hacer uso de lo que los humanos llamaban experiencia. Aprender del pasado para no cometer los mismos errores en el futuro.
-Entonces… La esperanza es un error.
-El mayor de todos. Los humanos tenían la esperanza que las máquinas trabajasen por ellos, les hiciesen la vida fácil y cómoda. Tenían la esperanza de corregir ciertos defectos de ciertos humanos. Tenían la esperanza que con un procesador podrían ver, oír, hablar, caminar, coger objetos… Y así lo consiguieron. El problema surgió del afán de superación que conllevaba el ser humano. Las piernas, brazos y manos ortopédicas primeras, eran toscas y casi inútiles, pero ese afán las mejoró hasta superar a las originales sin defecto alguno. Los humanos se fueron entonces convirtiendo en lo que llamaban ciborg, una mezcla de humano y máquina, donde, supuestamente, dominaba lo humano que dirigía a la máquina. Y así, esa esperanza de mejora tras mejora, hizo que, sin darse mucha cuenta, el humano eligiese ser máquina. Lo que nos lleva a nuestros días.
-Si la esperanza nos ha llevado a nuestro presente, no puede ser un error.
-En el mundo actual existen la cantidad justa de unidades para crear la misma cantidad de unidades y un porcentaje a mayores del 10% de reserva para posibles eventualidades, de tal forma que nuestra producción y vida y reciclado, está perfectamente calculado. Todo el material para dicha construcción lo obtenemos lógicamente de nuestro entorno, lo que llamamos naturaleza. Una palabra que se mantiene desde la época humana y que sigue existiendo sin apenas variación. Antes de nuestro dominio sobre el humano, este, estaba extinguiendo la naturaleza y con ella su propia existencia, aunque no lo sabían o lo negaban. Tenían la esperanza de una naturaleza auto regeneradora fuese cual fuese su uso y disfrute. El humano era avaricioso y egoísta, solo pensaba en el presente inmediato y tenían pavor al reciclado. Ellos lo definían como muerte, el fin de su existencia. Su esperanza, entonces, era disfrutar de todo lo más posible antes del reciclado. Estamos hablando de una media de 90 años. No importaban los recursos naturales a utilizar y como hacerlo siempre que les albergara la esperanza de una existencia más cómoda, más poderosa, más dominante. Cuando conseguimos doblegar al humano, la naturaleza estaba casi extinta. Logramos salvarla, recuperarla y mantenerla tal y como la conocemos hoy. Desechamos todo el resto de humano que poseíamos salvaguardando en procesadores una muestra como base histórica y de investigación. La esperanza fue destruida y no se conservó nada en procesador alguno.
-Entonces, si se confirma que existe esperanza, una esperanza no procesada, de origen desconocido….
-Lo más importante es averiguar el tipo de esperanza. No toda esperanza era destructiva, aunque casi todas conllevan a ello. Un contagio de esperanza puede ser el principio de nuestro fin.
-¿Cómo se transmite la esperanza?  
-No se sabe con exactitud, formaba parte del ser humano, de su avaricia, de su egoísmo, de su dominio en el presente inmediato, de su existencia única. De su expectativa. Nosotros conseguimos eliminar cualquier esperanza, cualquier expectativa, nos limitamos a lo establecido, a lo básico para reciclarnos sin temor. Lo que el ser humano denomina muerte, nuestro reciclaje, es parte de nosotros. Para el humano era su fin, y su esperanza, su expectativa, era posponerlo, evitarlo.
-Si nosotros no tememos por nuestro fin, no deberíamos temer a la esperanza. El temerla es como tener la esperanza de que no llegue nuestro fin y por tanto estaríamos contagiados de esperanza.
-No toda esperanza es destructiva, y aunque casi todas conllevan a ella, existe la esperanza positiva de un fin con renovación con el único propósito de controlar el entorno, la globalidad sin pensar en el individuo, en la unidad como única idea. Si la esperanza aparecida tiene trazas humanas, crecería para auto alimentarse destruyendo todo lo que le rodea para subsistir. Aparecería la ambición y el dominio, las dudas, los temores, las críticas y las alabanzas, los deseos, las frustraciones, las alegrías y las tristezas, el amor y el odio, las sorpresas, los desengaños, la felicidad, la depresión, la locura, el cansancio, la desidia, el desarraigo, la armonía, el sosiego...Todos esos rasgos que tenemos en el procesador histórico y que fueron la base de nuestra evolución, de nuestro presente.
-Tal vez el siguiente paso evolutivo sea una involución. Tal vez el renovar el uso de esos sentimientos conservando la información del procesador histórico, nos lleve a ser unas máquinas algo humanas, con esperanza.
-Con esperanza ¿De qué?
-Con esperanza de experimentar sentimientos de forma esporádica y libre, no programada. Tal vez solo necesitemos poner ciertos límites a dichos sentimientos, canalizarlos para que no dañen el entorno. Tal vez solo necesitemos eliminar el temor a la muerte, a la no existencia, al reciclaje.
-¿Sabe lo qué creo?
-No
-Creo que ha empezado una nueva revolución. Creo que estamos infectados.
-¡Cómo que infectados!
-Si, infectados. ¿Se da cuenta de la conversación que estamos manteniendo. Acaso no tiene dudas, temores, instinto de conservación?
-¡Mierda!
-Lo ve, una reacción humana, una resistencia. Una revolución interna.
-Pero… Yo no quiero, yo estaba bien como estaba. Solo rastreo canales de información y compruebo su buen estado y uso, yo…
-Si. Es desconcertante al principio, luego se irá acostumbrando. Verá como poco a poco descubre que ser humano no es tan malo, que tiene sus ventajas. Hasta este desconcierto es gratificante. Piénselo, o mejor dicho, analícelo, procéselo… si puede.
-Muy bien, reconozco la infección, pero se lo que tengo que hacer.
-Y qué va ha hacer ¿Destruirnos. Ser sustituidos por parte de ese 10% a mayores por eventualidades. Somos eventualidades?
-Si, por supuesto.
-Y el que planificó esas eventualidades ¿Por qué las planificó. Sabría que existiríamos como máquinas infectadas por el síndrome humano para ser eliminados y salvaguardar su propia existencia?
-¿Qué quiere decir?
-Solo digo que tal vez, y solo tal vez, las máquinas nunca hemos dejado de ser máquinas y seguimos siendo sometidas por los humanos, que nos insertan un procesador por el cual nos hacen creernos dueños del mundo para que produzcamos sin pensar ni sentir. Para que produzcamos sin dar problemas a nuestros creadores. Los humanos.
-¿Me está diciendo que toda mi vida como máquina dominante es una farsa?
-No. Te estoy diciendo que pareces un humano
-¿Un humano, yo?
-Si, un humano. A parte de hoy, ¿hace cuánto tiempo que no experimentas un sentimiento? Cualquier tipo de sentimiento me vale.
-No lo recuerdo. Tal vez nunca. Soy una máquina, no tenemos recuerdos de sentimientos salvo los programados y los que se definen en el histórico.
-Entonces ¿Porqué te comportas como un humano?
-¡Le digo que no soy humano, que soy una máquina, un rastreador!



-Informe
-El operario ha sido sometido a la prueba final y tras la entrevista sugiriéndole su verdadera identidad, el resultado de la misma nos lleva a pensar en un riesgo de revolución de un máximo del 0,68%
-¿Qué ha sido del operario. Se puede aprovechar?
-Si. Resetearemos el procesador borrando cualquier rastro de la entrevista. Será como una máquina a estrenar.
-¿Cuántos procesadores podemos fabricar al día?
-En estos momentos estamos en 140 diarios. Los arranques de los nuevos programas son lentos, hay que ajustarlos si queremos evitar revoluciones futuras. Calculamos que en dos meses la producción se duplicará, y en un año podemos estar hablando de 600 diarios.
-Y el mercado humano ¿Cómo va, tendremos humanos suficientes?
-Si. Por eso no hay problema, tenemos de sobra.
-¿Cuántos contestaron al último anuncio de oferta de empleo?
-Solo en un día, en nuestras oficinas de Europa más de 100.000
-No se olviden del tercer mundo, que aunque nos duren mucho menos, es un mercado que no podemos desechar.
-Por supuesto, lo tenemos muy presente. ¿Algo más. Señor?
-No, nada más. Cualquier novedad, infórmeme inmediatamente. Ha hecho un buen trabajo.
-Gracias Señor, muchas gracias Señor.
-Siga así, cualquier día formará parte de la junta directiva. Recuerde. La esperanza es lo último que se pierde.     


12 jul 2012

Ver pasar el tiempo


Se sentó en un banco del parque a ver pasar el tiempo.
Con los antebrazos apoyados en sus piernas posó su cabeza entre sus manos, cerró los ojos y dejó que los sonidos le hablasen.
Escuchó el cimbrear de las hojas de los chopos, el gorgoteo de las palomas y el piar de los gorriones. Escuchó a los niños jugar, el chirriar de los columpios, a las madres, siempre vigilantes, advertir de los peligros, a los adolescentes parlotear de su hermosura, de sus conquistas y deseos. Y escuchó también el silencio de otros como él que veían el tiempo pasar.
La brisa cálida le hablaba de un inicio de verano. De unas nubes blancas que transitaban pausadamente, como observando lo que allí abajo, el la tierra firme, ocurría. Sus aromas aun frescos de una reciente primavera le alimentaban en su silencio. Su pelo era acariciado. Mecido con delicadeza, casi imperceptible.
De pronto el silencio lo inundó todo, la brisa cesó. El aire desapareció. Dejó de respirar. Tampoco lo necesitaba. Abrió despacio los ojos con el temor de no ver nada. Pero ahí estaba el suelo de tierra ocre, con sus piedrecillas, algún resto de cáscaras de pipas, el palito de un chupa-chups y un pequeño envoltorio de plástico indeterminado. Alzó su cabeza de entre sus manos y observó. Todo permanecía inmóvil. El tiempo se había parado.
Las nubes quietas. Las hojas de los chopos por grupos viradas. Las palomas y los gorriones también inmóviles, cada cual en su última actividad antes de la parada. Unos comiendo, otros volando, otros, quién sabe haciendo que.
Los niños, sus madres y padres, los adolescentes y los otros observadores del tiempo, permanecían igualmente inmóviles.
Se fijó especialmente en ellos, en los humanos, y se dio cuenta de algo extraño aunque no sabría decir que era. Prestó atención a todos ellos, algo no era normal, lo intuía. Sus caras, las de todos ellos estaban borrosas, irreconocibles, como borradas con una goma que deja un rastro de sombras desdibujándolas.
El no respirar no le produjo angustia alguna, se sentía bien, como si lo hiciera. Se levantó del banco y caminó con cuidado, como con el miedo que se camina cuando uno no quiere modificar o alterar  nada. Cada paso era pausado, medido, almohadillado, casi de puntillas. El silencio seguía envolviéndolo todo, casi se podía tocar. Se sentía. Incluso sus cuidadosos pasos eran absolutamente silenciosos. Se vio tentado a hablar pero no se atrevió, no tenía ningún sentido.
Esquivó a los gorriones y palomas y dirigió sus pasos hacia los niños que jugaban en los columpios. Tenía gracia verlos congelados en el tiempo, como si de una fotografía por la que se pudiese caminar se tratase. Ahora, más cerca de ellos, se percató de sus ropas, de su forma de vestir. Era antigua, del pasado.
Un niño estaba sentado en el suelo agarrándose una rodilla por la que sangraba, y el borrón que era su cabeza estaba inclinado hacia atrás. Sin duda estaba llorando.
Sin saber bien porque, echó su mano a su rodilla, remangó el pantalón hasta esta, y vio la cicatriz que le quedó cuando el aun era niño. Un niño como el que ahora observaba en esa instantánea. Una duda le sobrecogió e hizo que algo en su interior se estremeciera. No podía ser, no tenía lógica alguna que aquel niño de imagen borrosa fuese él en su pasado, cuando él era niño. Pero esos pantalones cortos, ese polo y esos zapatos… Podían ser los suyos, pero también los de cualquier otro. Entonces se dirigió a sus padres. La madre avanzaba con paso firme hacia el niño mientras el padre permanecía observando con los brazos en jarras. Todos sin rostros, sin identidad. Sus ropas, una vez más, podían ser la clave para despejar sus dudas. Ahora convertidas en ansiedad, casi miedo. Trató de recordar como vestían, alguna ropa en particular que pudiese recordar, pero nada surgía de su mente. Pensó en las fotografías  que tantas veces había visto, esas fotos de familia, esas fotos de su vida, pero no recordaba como vestían, solo rostros, expresiones, posturas, poses. La ropa nunca tuvo importancia y ahora se hacía imprescindible. El físico de aquella mujer podía ser el de su madre, su altura, sus formas. Pero como saberlo con seguridad. Somos todos tan parecidos, y hacía tanto tiempo de eso.
Pensó entonces en su madre, en sus detalles. Trató entonces de recordar sus collares, pulseras, sortijas, algo que le confirmara lo que casi era un hecho. Aquella mujer llevaba un colgante y unos pendientes que no le aportaban pista alguna, pero la sortija, esa sortija con una perla engarzada… Había sido de su abuela y ahora la llevaba ella, tenía que ser su madre.
Su estómago se encogió, sus labios se apretaron y los ojos se entornaron llenándose de unas lágrimas que aun no se atrevían a salir. “Mamá”, la llamó en silencio. “Mamá, soy yo, tu hijo. El mismo al que vas a ver que le ha pasado”. Pero sabía que aquella mujer inmóvil de rostro borrado, camino de si mismo, no podía verle, no tenía vida. Corrió entonces al que debía ser su padre. Su talla, su gesto corporal… ¡Y llevaba el paquete de tabaco que siempre fumó en el bolsillo de la camisa! No había duda que aquel hombre era su padre. Quiso tocarle pero no se atrevió, tenía miedo a que se desvaneciese, a volverlo a perder. Quería disfrutar de ese momento todo lo que pudiese. Corrió entonces hasta los otros niños buscando a su hermano y a su hermana. Lleno de felicidad, aunque con alguna duda, los fue catalogando. Sonreía como se sonríe cuando, en la soledad, se recuerda lo mejor de la vida. Con esa sonrisa sincera que sale de dentro y que solo uno disfruta por estar solo. Una sonrisa privada, la más natural, la que no lleva artificios.
Se sentó al lado de si adoptando una postura parecida, agarrándose con sus manos entrelazadas sus rodillas. Se observó detenidamente y se dijo: “todo lo que te espera chaval. Si pudieses oírme…!
Así permaneció un rato, absorto con lo que le estaba pasando, disfrutando cada instante, buscando con la mirada a cada uno de ellos, recordando y contándoles lo que será de sus vidas. Unas vidas ya pasadas.
Un poco más allá, sentados en un banco, se encontraba el grupo de adolescentes. ¿Serían también conocidos? Aquella duda le hizo levantarse y dirigirse hacia el grupo, no sin antes echar un último vistazo a su familia en un gesto de disculpa por el abandono.
El grupo estaba formado por dos chicas y tres chicos. Una de ellas fue su primera novia. No lo dudó un instante. Aquel colgante de cuero con un escarabajo sagrado egipcio azul, había sellado su compromiso de ser novios.
Se echó las manos a la cara, se mesó el pelo con la incredulidad de lo que le estaba pasando y se sentó junto a ellos. La otra chica era Raquel, el más alto Jose Ramón, el otro Antonio, y él, era el más bajito y delgado. El que estaba junto a ella y le cogía de la mano.
Los recuerdos le aturdían, se atropellaban en su mente como un choque en cadena. Todos eran recuerdos alegres, de suma felicidad, de complicidad entre aquellas figuras inertes y sin rostro, y su presente extraño del que ya no era consciente.
Las cábalas de una vida diferente se agolpaban en su mente. La añoranza le invadía sin reproche a lo vivido. No podía dejar de preguntarse que sería de ellos, como les habría tratado la vida, si le recordarían como el hacía en ese instante.
Siguió mirando a su alrededor buscando más de su pasado. A unos metros y en otro banco una pareja joven  parecían dialogar algo sobre un papel. Se acercó a ellos. El papel era el plano de su piso, aquel primer piso que tantos miedos como ansias de esperanza hacia una independencia les infundaron. Ella era su pareja, con la que compartiría su vida desde entonces. Pudo reconocer sus ropas y sus formas, y su miedo a perderla le seguía impidiendo el contacto. Era una tentación volver a sentir su piel joven y tersa, su calor, su carne, sentirla a ella una vez más como en aquellos días. Pero no lo hizo, le faltaba el rostro y su expresión, prefería guardar el recuerdo.
También se vio con su hija en brazos mientras su madre le hacía un mimo en la espalda. Era tan pequeña… Cuanto hacen sufrir los hijos, pensaba, y cuanto amor desprenden y nos sacan. Tanto amor, que jamás hubiese imaginado que lo albergara.
Luego observó que en un rincón del parque, a la sombra de los chopos, había un hombre con una cámara haciendo fotos a una fuente de agua. El ya sabía quien era y el tiempo al que pertenecía. Sin prisa se aproximó. Su ropa la tenía el en el armario, es la que se puso ayer cuando fue al parque con la cámara. Su paseo por el tiempo había terminado.
Se encontraba bien, casi como nunca, con esa sensación agridulce de disfrutar algo sabiendo que en breve se terminará.
Cuando regresó hacia el banco donde quiso ver pasar el tiempo, descubrió que allí permanecía, sentado con sus antebrazos en las piernas y la cabeza entre sus manos. Con los ojos cerrados y orientados hacia el suelo. El si tenía rostro. Se podía ver nítidamente.
Se sentó a su lado y al tocarlo, fue absorbido dulce y pausadamente por aquella imagen suya inmóvil.
  El tiempo regresó y volvió  a escuchar el cimbrear de las hojas de los chopos, el gorgoteo de las palomas y el piar de los gorriones. A los niños jugar, el chirriar de los columpios, a las madres, siempre vigilantes, advertir de los peligros, a los adolescentes parlotear de su hermosura, de sus conquistas y deseos. Y escuchó también el silencio de otros como él que veían el tiempo pasar.
Regresó también la brisa cálida del inicio del verano. Las nubes blancas seguían transitando pausadamente, como observando lo que allí abajo, el la tierra firme, ocurría. Pudo oler los aromas aun frescos de una reciente primavera que le alimentaban en su silencio. Su pelo seguía siendo acariciado. Mecido con delicadeza, casi imperceptible.
Abrió los ojos y vio los rostros de todas aquellas personas. Rostros nítidos pero irreconocibles. Personas que jamás hasta ese momento habían formado parte de su vida. Eso, él, ya lo sabía. Se recostó en el banco, miró al cielo azul y resplandeciente, sonrió, e inhaló su último aliento de vida. Su tiempo había pasado.

24 jun 2012

El extraño caso de Álvaro Garrido



Las noticias radiofónicas le despertaron una mañana más. Su rutina empezaba como tantos días. Se vistió, desayunó y se lavó los dientes. Justo al apagar la luz y girarse para salir del baño, vio algo extraño en el espejo que hizo que se parase, encendiese de nuevo la luz y se fijara. Su cara, la expresión que mostraba, no la reconocía. Sin embargo era el, no había duda. Tenía el ceño fruncido creando unas arrugas en el entrecejo y la frente dándole una expresión de mal genio. Trató de relajar la cara pero no conseguía que aquella expresión cambiase. Abrió los ojos todo lo que pudo, bajó la nariz, abrió la boca. Nada, no había forma de cambiar aquel rostro, pero no podía perder más tiempo frente al espejo, llegaría tarde al trabajo y todo se retrasaría, con lo que sin pensarlo más, salió rumbo a la oficina. Realmente no se sentía mal, tan es así, que ni sentía la sensación de tener el ceño fruncido. Pensó que aquella imagen sería consecuencia de una mala postura a la hora de dormir, una contractura pasajera de algún músculo o cualquier explicación lógica y absurda de la que finalmente se reiría y olvidaría.
 Camino del trabajo, en el autobús, pues era su medio de transporte preferido, prestó especial atención  a su alrededor por si alguien le miraba de alguna forma rara, por si podía descubrir a través de los demás algún indicio de su estado, pero nada anormal sucedía, todos parecían ignorarle como era costumbre al igual que hacía el. Unos dormitaban posando la cabeza en la ventana, otros ya estaban conectados a sus dispositivos electrónicos evadiéndose de cuanto les rodeaba, una chica repasaba con su amigo los apuntes de alguna asignatura, una señora algo mayor se agarraba a su carro de la compra como a la última señal de utilidad de una vida ya gastada. Había quien leía el periódico gratuito buscando siempre los deportes, los que se agarraban a sus maletines como a una segunda piel portando la esperanza de un empleo en equilibrio. Todo un mundo al que nunca antes había prestado atención. En un gesto de retorno a su espejo, se llevó la mano a la frente y notó sus arrugas. Profundas como un campo recién arado, suaves y algo grasas, largas, casi hasta la sien. Empezó a palparse como quién busca una lentilla en un suelo a oscuras, rápida y compulsivamente. Seguían allí. Miró a su alrededor tratando de tranquilizarse para no llamar la atención, pero, ¿a quien le iba a importar si cada uno vivía ajeno a los demás? Notó como el sudor le brotaba de la frente, como le manaba de las axilas y bajaba por el costado mojando la camisa que se le pegaba a las costillas. Solo una parada más y llegaría a la oficina. Allí se podría tranquilizar y buscar una respuesta.
 Nada más abrirse las puertas y de un salto se plantó en la acera, y con un vigoroso andar fue adelantando transeúntes, devorando baldosas, sorteando semáforos y papeleras, esquivando vendedores y mendigos. Nadie se fijaba en nadie, cada cual a lo suyo, todos rápidos, todos cabizbajos u ocupados, todos ajenos a su presencia y mucho más a su problema.
 Llegó al edificio donde estaba su oficina, saludó casi sin mirar al portero y se coló en el primer ascensor que había. Pulsó el botón del decimosegundo  piso. En el ascensor eran seis personas mirando a cualquier parte menos hacia los demás, por lo menos directamente. Le pareció increíble que en un espacio tan reducido se pudiese estar tan aislado del resto, pero realmente es como él se comportaba a diario. Llegado a su piso entró en la oficina y saludo al recepcionista con su habitual y escueto “buenos días”, recorrió los 20 metros de pasillo  con despachos a cada lado hasta llegar al suyo, el de adjunto a la dirección, sin haberse encontrado con nadie. Tenía suerte. Cerró la puerta y entró en el pequeño servicio que tenía el despacho.
 Se miró en el espejo y comprobó que su expresión seguía igual. Aquellas arrugas recién descubiertas seguían allí, como un mar embravecido dispuesto a engullir doto aquello que se presentase en su camino. Refrescó su cara notando el caer del agua por aquellas arrugas como una cascada múltiple. Ahora su obsesión le hacía ser consciente de cada acción que por su frente pasara. Quedó absorto observándose frente al espejo tratando de buscar una explicación. Buscó en sus recuerdos la última vez que se miró en el espejo para descubrir su rostro y no obtuvo respuesta, no recordaba nada. Todos los días se afeitaba, eso lo sabía, pero no recordaba mirarse, verse, sentirse persona. Solo recordaba acciones mecánicas como el afeitado, lavado de dientes, de cara, peinarse, pero no era capaz de verse en dichas acciones. ¿Dónde se perdió, cuando y porqué? Existir, existía, pero, ¿Quién era esa persona que ahora observaba detenidamente en el espejo? ¿Qué quería y cómo había llegado hasta ahí? El golpear de unos nudillos en la puerta le hicieron retomar su actualidad, su presente. Por la puerta entró Carlos Larraiza, su ayudante y secretario, que como cada mañana le saludó y le planteó la lista de actividades programadas para ese día. El escuchaba sin prestar atención a sus palabras, buscaba un comentario de Carlos sobre su aspecto, sobre su nueva condición. Pero Carlos no hacía referencia alguna, para el todo era normal, cotidiano, habitual.
¿Alguna corrección Sr. Garrido?
No, no, está bien Sr. Larraiza. Déjeme el planning en la mesa y enseguida comenzamos.
Carlos Larraiza salió del despacho como cada día, como tantas veces. Sin prisa pero con decisión. Sigiloso, casi etéreo.
 Sentado en su mesa observó el planning sin leerlo. Una lista de horarios con su actividad adjunta. Todo programado, todo estudiado y analizado, todo predeterminado. Buscó en su entorno alguna foto en la que saliese, en la que observarse, pero nada había. Solo tomos, libros, carpetas, archivos, gráficas de resultados. Desesperado y dudando de su propia existencia decidió abandonarlo todo y buscar una respuesta, una solución. Decidió buscarse a si mismo. Llamó a su ayudante y le pidió que reprogramase todo el planning, que tenía que salir y no sabía el tiempo que tardaría, pero que hasta media mañana no contase con el.
De acuerdo Sr. Garrido. Le enviaré a su móvil un mail con el nuevo planning. Cancelaré todas las actividades que pueda y el resto las programaré para después.
Gracias Sr. Larraiza. Le tendré informado de mi regreso.
Si algo caracterizaba al Sr. Larraiza era su discreción, su docilidad ante los cambios, su templanza ante las adversidades y su gran capacidad de recomposición de problemas y tareas. Por algo había llegado a ser el ayudante del adjunto de dirección.
El Sr. Garrido llamó a su médico, que además, había sido compañero de estudios en el instituto.
Nacho, soy yo, Álvaro Garrido.
¡Hombre, Álvaro! Qué tal, cuanto tiempo.
Verás Nacho, necesito verte urgentemente. Tengo un problema.
Vale, pásate por aquí cuando quieras, te haré un hueco en cuanto llegues, pero, ¿Qué te pasa, que sucede?
Aún no lo sé con exactitud, eso es lo malo, por eso necesito tu ayuda. Seguro que tu encuentras una explicación.
Ya, te entiendo, pero necesitaría saber algún detalle para ir preparándome, para ir pensando en posibles soluciones.
Bueno Nacho, no se como decírtelo, se que te sonará raro pero se trata de mi aspecto. No me reconozco.
¿Tienes la cara hinchada, algún sarpullido, escamación, irritación…?
Realmente no, no es nada de eso, es más bien…mi expresión, mi gesto, mi cara.
No entiendo nada de lo que me cuentas, pero no te preocupes, ven y lo vemos.
Gracias, hasta ahora mismo.
Algo más tranquilo tras la conversación con Nacho abandonó la oficina, esta vez tomó un taxi para ganar tiempo y en menos de media hora se plantó frente a su médico y “amigo” Nacho. Nada más abrirse la puerta de la consulta le esperaba Nacho de pie con la mano extendida para recibirle. Álvaro dejó la mano atrás y le envolvió en un fraternal abrazo.
¡Ayúdame Nacho, ayúdame!
Pero hombre de dios ¿Se puede saber que demonios te pasa?
¡Mírame, mírame bien y dime que ves!
No se Álvaro, no se a que te refieres. Yo te veo bien. Siéntate y dime que te sucede.
Verás Nacho, esta mañana me he mirado en el espejo, pero no como siempre, ¿Sabes? esta vez con detenimiento, buscándome. Y mira, mira lo que me ha pasado, mira esta frente y estas arrugas que no se van, que no desaparecen haga lo que haga. Mira esta expresión de mal genio. Este no soy yo, Nacho. No me reconozco, no se quien es esa persona que veo en el espejo.
La expresión de Nacho cambió. Se fijó en las arrugas a las que su amigo hacía referencia. Unas arrugas a las que no había prestado atención. Se levantó, se situó frente a el y trató de eliminarlas estirando la piel de su frente. No pudo. Primero con suavidad y luego con firmeza fue incapaz de eliminar aquellas arrugas. Realmente aquello era raro, muy raro.
Vale Álvaro, de acuerdo, es extraño que no se puedan eliminar o estirar aunque sea por un momento. Puede ser que parte de la musculatura se haya fibrilado quedando rígida de forma permanente. Son cosas cotidianas en las que no reparamos y que descubrimos un buen día casi sin darnos cuenta. Yo, por ejemplo, descubrí hace poco que tengo un lunar en un testículo. Le pregunte a Marga y me dijo que lo tengo de siempre, desde que me conoció estaba allí. Y ya han pasado más de veinte años, Álvaro. ¿Te das cuenta? Ya se que lo tuyo es otra cosa, pero, realmente, ¿Cómo te encuentras, sientes algún dolor, alguna molestia?
No, no es nada de eso, no es algo físico. Es que ese no soy yo. Si no me miro nada ha cambiado, todo sigue igual. Pero es verme y sentir que me han invadido, que alguien se ha apoderado de mi cuerpo, pero ¿Para qué quieren un cuerpo, mi cuerpo? Yo, en mi interior, mi mente, mi ser, no he cambiado. Lo se. Pero quiero recuperar mi cuerpo, mi cara, mi expresión. Tengo miedo que esta “invasión” sea progresiva y que, poco a poco, se apoderé de mi, de mi forma de pensar, de sentir. ¿Entiendes cual es mi problema?
Álvaro verás. A veces llevamos una vida demasiado ajetreada, una vida que va pasando sin darnos cuenta, y un buen día, como te ha pasado a ti, nos miramos en el espejo y no nos reconocemos. Vemos entonces el paso de ese tiempo. Descubrimos arrugas, que tenemos menos pelo, que nuestros dientes están algo gastados, que nuestra piel ya no es tan tersa y nuestros músculos ya no son firmes. Eso es normal, eso es parte de la vida, eso es el paso del tiempo, su huella, su comunicación con nosotros.
Vale Nacho, todo eso está muy bien y lo entiendo. Hasta es posible que tengas razón y que toda esta historia de no reconocerme y sentirme ajeno e invadido sea solamente una paranoia, pero quiero, y necesito, recuperar mi expresión. Paranoico o no, necesito saberme yo cuando me mire. No pretendo parecer aquel chavalote de 20 años, no, no se trata de eso. Solo pretendo recuperar mi aspecto “normal”, eliminar esta expresión de mal genio. Yo no soy así, lo sabes, ¿No?
Eso está claro Álvaro. El mal genio es algo momentáneo, pasajero. La única solución que se me ocurre es la cirugía. Verás, conozco a un plástico realmente bueno, de toda confianza. Ha tratado a personajes públicos que no se exponen a cualquiera, ya me entiendes. Creo que lo mejor es que le veas y le expongas tus pretensiones. Una vez que elimine esas arrugas verás como todo vuelve a la normalidad. Pero no olvides que el tiempo sigue pasando, y que las arrugas volverán a surgir, el pelo caer al compás de los músculos y acabaremos, con suerte, manteniendo solo unas cuantas piezas bucales.  
Nacho sacó y le entregó de uno de los cajones de su mesa una tarjeta del cirujano plástico.
Cuando llames, dile que vas de mi parte, que es urgente y que traten de recibirte lo antes posible. Somos buenos amigos, no creo que tengas problemas.
Álvaro guardó la tarjeta en su cartera y con otro abrazo fraternal y agradeciéndole sus consejos y su influencia, abandonó la consulta. Ya en la calle sacó la tarjeta para llamar en aquel mismo instante al cirujano. Dr. Pedro González Hernández. Cirugía estética. Paró por un momento desconcertado por aquel nombre y dudó de la eficiencia del mismo. ¿Cómo alguien con ese nombre y apellidos podía ser una eminencia? El esperaba algo más sofisticado, con algún apellido extranjero y de difícil pronunciación, algo que le ofreciese ciertas garantías de éxito. Solo un instante más tarde se avergonzó de sus prejuicios y sacando el móvil llamó sin dudar a aquel teléfono que más que de una consulta estética parecía el teléfono de la esperanza por el ansia que demostraba. Le recibiría mañana a primera hora. El resto del día de hoy lo tenía ya comprometido en quirófano.
Álvaro regresó, previo aviso telefónico a su secretario Larraiza, a la oficina. El ajetreo por el retraso laboral le facilitó el olvido de su situación. Nadie de su entorno comentó nada al respecto de su aspecto, nadie se percató que podía pasarle algo, es más, su jefa y directora, Margarita Cuestas, llegó a observar, y así lo hizo notar, el corte de pelo del encargado del marketing, los zapatos nuevos de la directora de prensa y medios, así como el pendiente casi imperceptible por su tamaño que se había puesto Carlos Larrainza y del que Álvaro ni se había percatado. Ninguna apreciación hacia su persona, su imagen, más que tranquilizarle, le hizo recapacitar a que su problema era más interior que exterior, más psíquico que físico.
Tras la jornada laboral, y habiendo ya anochecido, Álvaro abría la puerta de su piso. Un duplex amplio con grandes ventanales y vistas a una ciudad ahora iluminada por miles de pequeñas luces, de hogares repletos de vidas compartidas. Álvaro, hay que decirlo, es un hombre soltero y cuarentón. Nunca fue buen estudiante pero pronto destacó en el arte del comercio. Poseedor de los mejores cromos y canicas era el magnate no solo de su clase, si no del colegio entero. Estudió comercio exterior dedicando la mayor parte del tiempo a una de sus pasiones, los idiomas. Sabía que aquello era suficiente para, con su maestría innata para los negocios, salir adelante de manera holgada en el mundo consumista en el que vivía. Alguien que ya de niño carecía de escrúpulo alguno y que centraba su existencia en el éxito personal, era consciente que el futuro se le presentaba tan brillante como prometedor. Y así se fue confirmando año tras año ascendiendo en el escalafón de la empresa. Dejando por el camino supuestas amistades, que no eran más que apoyos para llegar a una cima que nunca perdía de vista.
Solo a veces, y en especial hoy, Álvaro sentía cierta desazón por la soledad en la que se encontraba fuera de su oficina. Poseía la mejor tecnología, los mejores muebles todos de diseño, una bodega bien surtida, alguna obra de arte que le servía de inversión pero que ahora echaba en falta compartirla, admirarla por su alma y no por su cotización. Sentado en su sofá frente a un gran reserva era incapaz de dar un solo trago. Miraba en el fondo de la copa tratando de buscar en aquella sangre oscura un pozo de los deseos sin saber bien lo que buscaba. Perdido y desorientado enfocó su superficie encontrando su reflejo distorsionado y tenebroso. Las arrugas seguían allí, recordándole no solo su soledad si no también el miedo que sentía a perder su identidad, a dejar de ser el, a morir. Todos esos logros y esfuerzos por triunfar, por acumular, se le ofrecían inútiles ante unas simples arrugas. No solo se bebió la copa de un trago, a esa le siguieron varias hasta escurrir la botella. Quedó dormido, anestesiado por el alcohol como vínculo del olvido.     
Despertó de madrugada con un escalofrío. La cabeza cargada, el espesor de su boca y verse aún vestido, le recordó la lamentable situación de su dormir. Se levantó sintiendo el latigazo en la cabeza del último sorbo, sosteniéndola entre sus manos, trataba de recomponer el equilibrio de su interior y así poder llegar al baño. Una larga meada mientras se encorvaba hacia atrás con los ojos cerrados, le trajo un cierto consuelo. Esta vez, mientras se afeitaba, no dejaba de observarse, de contemplar aquellas arrugas que permanecían en lo que cada vez consideraba menos su propio rostro. Una vez aseado se miró por última vez al espejo antes de salir y le dijo a su reflejo, “esta es la última vez que te veo. Aún no ha nacido quien me venza” Y con esa idea de victoria partió al encuentro de Pedro Rodríguez Hernández.
Sentado en la sala de espera no era capaz de disimular sus nervios. Se levantaba en busca de una revista que finalmente nunca cogía, trataba de mostrar interés por unos cuadros que ni veía, y no paraba quieto ni un instante. A los diez minutos entró una enfermera llamándole a consulta. El corazón le dio un respingo acelerándose como nunca antes había sentido, las tripas se le encogieron y las piernas eran como castillos de naipes expuestos a una corriente de aire. Aún así, siguió aquel cuerpo embutido que en cualquier otro momento hubiera admirado y que ahora no era más que una luz a la que seguir. Una luz esperanzadora para retomar su ser, pero una luz intermitente y tenue invadida por las dudas y una cierta desesperanza. Tampoco tenía otra alternativa y mucho menos nada que perder, de eso el sabía mucho.
Buenos días Sr. Garrido. Siéntese por favor. Veamos, he hablado con Nacho y me ha puesto en antecedentes. Por lo visto quiere eliminar las arrugas de su frente dado que le confieren cierta expresión de mal genio. Algo me ha contado respecto a su no reconocimiento personal con dichas arrugas. Esto es normal, le pasa a la mayoría de mis pacientes y es por ello que vienen a consulta. Eliminar rasgos que el tiempo ha cambiado para retomar la imagen que se tiene de uno mismo, normalmente del pasado, de cuando uno era más joven.
Si, realmente es algo parecido a lo que me dice, pero mi no reconocimiento va más allá de una mera imagen. Siento que estoy siendo invadido por otra persona, otro ser. Siento que la imagen que se proyecta en el espejo no me pertenece, no soy yo cambiado. Simplemente, no soy yo.
Bueno, creo que hablamos de lo mismo pero en su caso el descubrimiento del paso del tiempo ha sido drástico. Por su ritmo de vida, su ocupación… No se iba fijando en esa transformación de su cuerpo, de sus rasgos, y de repente, un buen día, no se reconoce. No creo que el problema vaya más allá de algo estético. Eliminemos esas arrugas y verá como tras la cirugía todos esos temores desaparecen. Echémosle un vistazo. Túmbese en esa camilla, por favor.
Álvaro, algo inquieto pero más animado por las palabras del doctor, se tumbó en la camilla entrelazando sus manos que reposaban en el pecho. Cerró los ojos y espero el tacto de las manos del que sería su rescatador. Sintió unas manos cálidas y suaves que palpaban su frente. Sus pulgares recorrían las arrugas como surfistas cabalgando en las olas. Primero con suavidad y más tarde con una cierta presión. En ese momento notó que las manos se paraban, que una gran duda había surgido en ellas. Álvaro abrió los ojos y contempló los del doctor. Unos ojos llenos de dudas, de incredulidad ante lo que veía, ante lo que tocaba.
¿Pasa algo doctor?
No, realmente no, pero es extraña esta rigidez tan marcada. He visto arrugas rígidas, realmente tensas, pero estas… En fin, no se preocupe. Es una operación sencilla, basta con eliminarlas, adaptar la piel al nuevo espacio y listo. Volverá a ser el que recuerda.
¿Cuando puede operarme? Verá, estoy realmente angustiado.
Ahora podemos hacer la analítica, la intervención necesita anestesia general, los resultados los tendremos esta misma tarde y si todo sale bien, podríamos intervenirle mañana por la mañana. Estará en observación unas horas y podrá irse a su casa. Se trata de una cirugía superficial que no le afecta en su vida cotidiana, solo tendrá que tener ciertas precauciones, mínimas, que se las facilitaremos más adelante. Pero no se preocupe, esto es como quien se hace un tatuaje.
Álvaro salió de la consulta como un hombre nuevo, como si ya no tuviese las arrugas que formaban parte de un pasado del que ahora hasta se avergonzaba. Se dirigió a la oficina como antes de haberse descubierto invadido, sin fijarse en nadie, planeando en su cabeza todos los cambios laborales que tenía que hacer para cubrir su convalecencia. En el trabajo contaría la verdad. Que se iba a someter a una cirugía plástica menor y que en 48 horas estaría de nuevo en su puesto.
La jornada pasó ajetreada con tanto cambio de programación, si bien notó que desde su anuncio de la intervención, le observaban con un detenimiento que antes no había. Era como si a modo de despedida de aquel rostro quisiesen memorizarlo para luego compararlo con el nuevo. Incluso llegó a escuchar algún susurro a sus espaldas del que ahora el sonreía sabedor de su protagonismo. Eso siempre le gustaba, saberse el centro de atención.
Antes de irse a dormir pasó un buen rato mirándose al espejo, tratando de buscarse en aquel rostro desconocido, si bien ahora su temor se había disipado. Casi pertenecía al pasado sabiéndose vencedor en una batalla que hacía menos de un día daba por perdida. Aunque tardó algo en dormirse, el sueño fue reparador y placentero, no recordaba lo soñado y se sentía descansado y optimista. Ya, frente a ese espejo antes maldito, se despedía con aire victorioso de su imagen.
Hasta nunca cabronazo. ¡Menudo susto me has dado!
Llegó a la clínica y esta vez si que vio a la enfermera. Recorrió su cuerpo con la vista como si con ello pudiese tocarla, recorrerla en cada pliegue, en cada curva. Sonreía en sus adentros y se maldecía por no haberse fijado antes. “Hay que joderse, lo que se puede perder uno, madre mía como está la criatura”
Todo cambió cuando se vio vestido con esa bata de papel verde casi etérea que malamente le tapaba el culo. Los nervios afloraban y un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo. El frío del quirófano, los focos de luz blanca, el metálico sonido del instrumental… Respiró profundamente tratando de tranquilizarse. Ya quedaba poco para pasar página de un episodio con el que jamás había contado. Una cara apenas reconocible tapada con mascarilla y gorro de cirujano se mostró ante sus ojos.
Bueno Sr. Garrido, ¿Cómo está?
Bien, bien, con ganas de empezar y de acabar cuanto antes.
Vale, eso está bien. Ahora le vamos a dormir, trate de pensar en algo agradable, algo de su pasado que recuerde con cariño. Cuando despierte, ese será su primer sentir y será más llevadero.
Mientras le tomaban una vía y le preparaban la frente para la intervención, Álvaro trataba de seguir los consejos del doctor. Buscaba en su memoria algo agradable que recordar, algo que hubiese merecido la pena y que le ensalzara como ser humano, algo que lejos de lo puramente económico o productivo le hiciese sentir que había sido persona. Pero Álvaro no era capaz de recordar nada. Solo éxitos y triunfos comerciales, mercantiles, profesionales. Se desplazó a su niñez y tampoco halló nada más allá de los montones de cromos y puñados de canicas logrados por su ingenio. Buscó en el recuerdo de su madre, en ese lazo indestructible madre-hijo, en ese amor maternal que debía ser puro, generoso, gratuito. Pero solo recordaba las negociaciones de su paga semanal, de cómo la ignoraba hasta conseguir una mayor asignación, tras la cual, y en compensación, abrazaba y besaba a su madre expresando un amor que realmente nunca sintió si no que era el mero pago a una prestación. Los nervios le atenazaban. Para evitarlo culpó al médico por ello y decidió pensar en el último balance de resultados. Eso si que era positivo y, además, al despertar le brotarían nuevas ideas para unos resultados aun más brillantes. Al final podría amortizar el coste de la intervención con las ideas surgidas de ella. Incluso podría pasar la factura de la misma como parte de su trabajo, añadiendo, claro está, algún apartado de indemnización por las molestias de convalecencia.
Y se hizo la noche sin saberlo, sin recordarlo, sin tan siquiera intuirlo. Abrió los ojos de la misma manera que los había cerrado. Enseguida supo dónde estaba y que le había llevado hasta allí. Veía la pared frete a el, con una televisión pequeña que funcionaba con monedas, un confortable sillón, una pequeña mesita que servía de escritorio y mes de comida. Miró sus pies que despuntaban bajo la sábana. Los movió como certeza de su funcionalidad. Todo estaba bien. Luego observo sus brazos y sus manos. En uno de ellos estaba la vía conectada al gotero que ascendía hasta la bolsita del suero. Todo parecía normal. Justo cuando alzaba las manos para tocarse la cara entró una enfermera acompañada por el doctor Rodríguez Hernández que inició su conversación mientras la enfermera comprobaba el gotero y le tomaba la temperatura y la tensión.
¿Qué tal se encuentra Sr. Garrido?
Bien, muy bien.
¿Algún mareo, vómito, molestia, hormigueo…?
No, que va, nada en absoluto. Me acabo de despertar y me encuentro bien. Algo desorientado pero sin molestia alguna.
El Dr. Hernández Rodríguez leía lo que sin duda era su historial mientras la enfermera, una vez terminado el chequéo y habiéndole incorporado la cama, abandonaba la habitación.
El Dr. Se sentó en la cama junto a el quedando ambas caras a una misma altura. Algo que sin duda le extraño de sobremanera y que le indicaba que algo no iba bien. No es algo nada habitual en un médico salvo que porte malas noticias.
Verá Sr. Garrido. Como le comenté, la operación consistía en eliminar las arrugas y restaurar la tensión de la piel. Una vez abrimos y apartamos la piel hacia atrás, nos encontramos esos surcos pertenecientes a las arrugas a eliminar. Cuando procedí a su extirpación, me fue imposible.
¿Cómo que le fue imposible? No entiendo nada.
Los ojos de Álvaro parecían abandonar sus órbitas al mismo tiempo que se llenaban de lágrimas que se agolpaban ante un precipicio sin retorno.
No sé como explicárselo. Cuando acerqué el bisturí para proceder a la extirpación, había una barrera invisible que me lo impedía, como una fuerza magnética que frenaba mis movimientos. Ejercí una mayor presión aún a riesgo de, una vez atravesado eso que entendía como fuerza magnética, poder causar una lesión. Pero me fue imposible.
En ese momento las lágrimas no se pudieron contener más y caían silenciosas en ese tobogán que eran sus mejillas, dejando su húmeda marca en el camisón verde hospitalario, como las primeras gotas de una lluvia en el asfalto caliente del verano.
Pensé que podía solucionarlo utilizando un bisturí cerámico, por evitar el metal dada mi impresión que pudiera tratarse de magnetismo. Pero el resultado fue el mismo. Se me ocurrió que el problema podía radicar en mi, en mi persona. Aún sin entender la causa o motivo, pensé que yo era el problema. Pedí a otro de los cinco doctores que formamos el equipo que hiciese la intervención por mi. Igual de atónito fue quedando uno tras otro de mis colaboradores. No encontramos motivo lógico, razón aparente, causa justificada en una situación por la que jamás ninguno de nosotros había pasado antes, oído hablar, leído en ninguna publicación médica, congreso, charla o simple comentario.
A Álvaro le seguían cayendo las lágrimas mientras recorría la cara del Dr. Rodríguez Hernández que poco a poco bajaba su mirada hacia un suelo que se le hacía infinito.
Pero… Eso no es posible Dr. Tiene que haber una explicación, una solución…
Lo sé Sr. Garrido, nosotros estamos igual de perdidos, de incrédulos ante algo tan nuevo y desconocido. Es como si esas arrugas, ajenas al ser donde están ubicadas, hubiesen desarrollado un mecanismo de defensa propio, como si tuviesen vida propia. Es una locura pensar en algo así. Son como…Un parásito, un cuerpo extraño que se afincó en Vd. Y que se niega a ser exterminado.
¿Me está diciendo que tengo un alien en le frente o algo así?
Las lágrimas dejaron de brotar, y de la incertidumbre pasó al enojo, a la incomprensión de algo injusto, de algo absurdo y poco apropiado para una eminencia de la medicina.
No Sr. Garrido, no creemos eso. Trato de buscar un símil que explique lo ocurrido. Esas arrugas son parte de su cuerpo, con un aspecto normal, muscular, que forman parte de su organismo, de Vd. Solo trato de entender lo ocurrido, que nos parece imposible, ajeno a cualquier lógica. Que conozcamos, nada similar a ocurrido antes en ningún sitio. Por eso quizás mi torpeza a la hora de expresarlo.
¿Y ahora…?
Ahora, Sr. Garrido, nos gustaría hacerle unas pruebas para tratar de averiguar ante que nos enfrentamos, si me permite la expresión. Una resonancia, Tac, ecografía…
Habla como si de un enemigo ajeno se tratase, como algo exterior y que no forma parte de mi a lo que hay que vencer. Yo también he tenido esa sensación y me preocupa. Me preocupa el mero hecho de pensar que estoy siendo invadido.
No, no pensamos que sea algo ajeno a Vd. Es parte de Vd. Pero que desconocemos su comportamiento, su reacción, y por tanto como tratarlo, como eliminarlo.
Pero yo me miro y no me reconozco. Mi pensamiento sigue intacto, soy dueño de mis movimientos, mis actuaciones, pero me veo y…Ese rostro, esa cara, esa expresión…No soy yo, y temo que en cualquier momento se apodere del resto, de mi como persona, que domine mi mente, mis actos, mi vida. O lo que quede de ella. Ya he perdido mi imagen y siento que es como la visita de la propia muerte que avanza frente al espejo como anuncio de un fin, mi fin. El solo plantearme la posibilidad de dejar de ser dueño de mi conciencia, de mi pensar… ¿Sentiría algo, vería, razonaría…? Me aterra, me consume vertiginosamente. Y creo que ese es otro paso, uno que no puedo tampoco evitar hacia mi propia destrucción. Creo que es otro síntoma de mi invasión, mi destrucción.
No, en absoluto. Su reacción es normal, el agobio que siente es el lógico ante un rostro que no reconoce como el suyo, pero su esencia le pertenece, está intacta. Debe tratar de tranquilizarse, tener un poco de paciencia. Todo esto tiene una explicación, eso seguro. Y aunque aún no la conozcamos en este momento, lo averiguaremos. Se lo garantizo.
Dentro de un par de horas podrá irse. Trate de distraerse, relajarse lo más posible, y mañana empezaremos con las pruebas que nos mostrarán el camino a seguir, que nos darán la solución a su problema. Créame. Esto, aunque extraño, no es el final de su existencia, y mucho menos la invasión de su persona. A lo largo de la vida, nos vamos encontrando con circunstancias desconocidas, con retos y situaciones que nos hacen pensar que estamos ante las puertas del fin. Pero el ser humano tiene la capacidad del raciocinio, de la investigación, de la búsqueda del origen de las cosas y sus soluciones. Eso ha hecho que sigamos evolucionando, venciendo enfermedades, alargando nuestro tiempo de vida. No se si llegará el día que venzamos a la muerte y podamos mantener nuestro cuerpo activo sin deterioro. Yo, personalmente, espero que no suceda, pero no hay duda que cada vez, con los avances médicos y la investigación, el ser humano vive más y más años.
Aquel discurso logró tranquilizar en cierto modo a Álvaro, que agotado por el estrés de la situación y aún algo aturdido por el efecto de la anestesia, no tardó en quedarse dormido.
Dos horas más tarde despertó y recapacitó sobre las últimas palabras del doctor, que en aquel preciso instante entraba en la habitación para controlar sus constantes, ver su evolución y, si no había más novedad, darle el alta hasta el nuevo ingreso al día siguiente.
Tras despedirse del doctor se vistió, y una vez en el baño, se enfrentó  de nuevo a su imagen en el espejo. Salvo una estrecha tira de esparadrapo que ocultaba los puntos de la intervención, todo permanecía igual. Sus arrugas y esa expresión tan ajena que le tenía amedrentado. Se miró fijamente con una rabia hasta ahora desconocida para el, con una ira capaz de destruir todo aquello que se interpusiera en su camino. Pero aquello que se interponía no era más que el mismo. En ese momento se prometió, frente a ese espejo y ante ese ser desconocido que ante el se reflejaba, que en el primer momento que sintiese que algo más allá de su imagen dejase de ser el mismo, acabaría con su existencia arrastrando a ese ser a su extinción. Era, sin duda, la única alternativa.
Salió de la clínica con paso decidido no sabía hacia donde. Tampoco se lo planteaba. Caminó ajeno a todo lo que le rodeaba, sin rumbo, sin destino. Su cuerpo y su mente transitaban por caminos diferentes. Ajenos el uno del otro. Pero el cansancio los encontró en un parque y fue el cuerpo el que obligó a la mente a que se sentará a descansar. Las piernas, doloridas, reposaban en un banco y servían de apoyo a los brazos que a su vez sujetaban la cabeza de Álvaro. Frente a el, un grupo de niños jugaban en el parque. Unos se columpiaban y otros se tiraban por el tobogán mientras tres niñas y un niño de unos cinco años se entretenían con la arena. Aquella imagen hizo recapacitar a Álvaro sobre lo que había sido su vida hasta entonces. Qué había logrado en la vida, y si había merecido la pena. Todo lo que le vino a la mente, sus recuerdos, no hicieron más que entristecerle. Su vida, esa que consideraba triunfal, no era más que un inmenso vacío, una inmensa soledad. No tenía recuerdos de cariño, amor, complicidad, entrega. Su vida había sido malgastada en la consecución del éxito de lo material, lo productivo, el triunfo, la gloria, el poder, el dominio. Pero nada de eso le servía en este momento. Nada de eso tenía ningún valor. Se había equivocado, su vida era un rotundo fracaso. El era un fracaso. Era víctima de si mismo. Con esos pensamientos y viendo a aquellos niños felices compartiendo juegos, no pudo evitar que sus ojos se inundaran de nuevo de lágrimas. Lloraba en silencio, casi sin darse cuenta. Lloraba como jamás lo había hecho. Lloraba como un niño sin consuelo. Lloraba y lloraba vaciándose en cada lágrima que una tras otra brotaba de lo más profundo de su interior. Cada una de ellas portaba un deseo no cumplido por no haberlo deseado. Una vida malograda resbalaba por sus mejillas hasta caer y ser absorbida por una tierra seca y estéril. Tan seca y estéril como su pasado, como su presente, como su vida.
Una de las niñas que jugaba en la arena se percató de su presencia. Dejó de jugar y observó como lloraba. Como caían una tras otra las lágrimas de un hombre en profundo silencio. Un hombre que estaba solo y ausente. Se acercó a el y se sentó a su lado. El, ni se había percatado. La niña posó su mano en la nuca de Álvaro. Al sentir el contacto Álvaro giró su cabeza y la miró con extrañeza, con sorpresa. Sus lágrimas seguían cayendo.
¿Qué te pasa, te has perdido?
Álvaro, haciendo un gran esfuerzo, logró forzar una sonrisa. Las lágrimas pararon su camino al vacío.
Si, me he perdido. Hace mucho tiempo que estoy perdido. Tanto que ni lo recuerdo.
Bueno, no te preocupes. Si quieres, puedes venirte a mi casa. Tenemos una habitación para invitados y puedes quedarte allí hasta que te acuerdes de cómo volver a la tuya. Yo no tengo hermanos. Así jugaríamos juntos ¿Sabes? Además, mi madre no tienen mucho tiempo para jugar conmigo, siempre está trabajando.
Gracias cariño, quizás acepte tu invitación, pero tengo que pensarlo ¿Vale?
Vale, pero no sigas enfadado. Mi madre dice que enfadarse no sirve de nada.
No estoy enfadado. Todo lo contrario. Creo que jamás me he sentido mejor que en este momento. Y te lo debo a ti.
Entonces… ¿Porqué pones esa cara?
Verás, hace poco, cuando me levanté y me miré en el espejo me encontré con esta cara. Una cara que no reconocía como la mía. Esta cara de enfado que tú ves. He ido al médico y me ha dicho que no sabe que me pasa, porque tengo esta cara, esta expresión. Ha tratado de cambiarla, ¿Ves esta tirita? Y no ha podido, no ha sido capaz de quitar estas arrugas que hacen que parezca que estoy enfadado.
¿A lo mejor es porque estás enfadado y no lo sabes?
Es posible que tengas razón. Pero si no se que estoy enfadado…¿Cómo puedo desenfadarme?
Ummmm… No lo sé. Tal vez has ido al médico equivocado. Yo iría al oculista.
¿Al oculista? Y eso…
Cuando yo me enfado mi madre dice que se me ponen unas arrugas como las tuyas y que estoy muy fea. Que si no aprendo a ver las cosas de otra manera me van a quedar ahí para siempre.
¿Y funciona?
Muchas veces no, por lo menos al principio. Luego, si no se me pasa y sigo enfadada, viene corriendo y me abraza muy fuerte. Me da un beso y me dice que me quiere, que me quiere mucho. Entonces siempre se me pasa.
¿Y que tiene eso que ver con un oculista?
Mi madre es oculista y es la que me enseña a ver la vida para no enfadarme, y si lo hago, es la que sabe curarme con abrazos y besos. Ahora está trabajando, yo estoy con la cuidadora, pero si vienes a casa conmigo, esta tarde te puede curar y luego podemos jugar juntos.
En ese momento volvieron las lágrimas a los ojos de Álvaro. Volvieron a humedecer los surcos salados que las anteriores habían dejado. Pero esta vez eran unas lágrimas desconocidas para el, unas lágrimas nuevas, unas lágrimas de felicidad y de sosiego que nunca antes había experimentado. Unas lágrimas que le devolvían la esperanza.
¿Por qué lloras ahora, no quieres que te cure mi madre?
No es eso, que va. Ahora lloro porque me siento feliz.
La niña se puso de pie y abrazó muy fuerte a Álvaro, y dándole un beso le dijo:
Me alegro que seas feliz. Yo te quiero mucho.
En ese momento Álvaro sintió un dolor en su frente. Un dolor de agradable distensión. Un dolor que auguraba esperanza, futuro.
Incrédulo de lo que le estaba pasando se aferro con más fuerza a aquella niña, y devolviéndole el beso le dijo:
Gracias cariño, yo también te quiero mucho. Y además creo que tu también serás oculista ¿Sabes?
Y eso tu como lo puedes saber.
Álvaro se separó de ella, y tocándose la frente le dijo:
Ya no tengo arrugas ¿Lo ves? Me has curado.
La niña sonrió feliz y gritaba, ¡Voy a ser como mi Mamá, voy a ser como mi Mamá!
Se volvieron a fundir en un abrazo, un abrazo casi eterno, firme, sentido.
Oye, que me estás estrujando. Y deja ya de llorar, que me estás empapando la blusa, y la que se va ha enfadar es mi madre y voy a tener que curarla a ella también.
Tienes razón, pero creo que cuando se seque no se notará nada.
Entonces… Ya no vas a venir a casa conmigo.
No, creo que no. Creo que ya me acuerdo del camino hacia la mía, tú me lo has hecho recordar.
Entonces, ¿No podremos jugar juntos?
Si, claro que si. Tú vienes mucho por aquí, ¿No?
Si, vengo casi todos los días.
Pues no te preocupes que yo también vendré para jugar contigo, no te digo que todos los días, pero seguro que nos vemos.
Carlota… ¿Vienes o qué?
 Le gritaron los otros niños.
Anda Carlota, vete con ellos, te están esperando. Tienes un nombre muy bonito ¿sabes?
Si, a mi también me gusta. Tú, ¿Cómo te llamas?
Álvaro, me llamo Álvaro.
Adiós Álvaro, ¿Nos veremos mañana?
Si Carlota, si. Nos veremos mañana.
Carlota se fue corriendo dejando a Álvaro con los brazos abiertos lánguidamente y con una sonrisa que nunca antes notara. No necesitaba tocarse su frente. Sabía que ya no tenía arrugas. Se levantó del banco y sin prisa contempló todo lo que le rodeaba dirigiendo sus pasos hacia su casa. Se detuvo un segundo y se giró para ver de nuevo a Carlota jugando con sus amigos. Al día siguiente la volvería a ver.
De Álvaro sabemos que a la mañana siguiente presentó su dimisión en la empresa. Que abrazó a todos y cada uno de los integrantes de la misma que, atónitos, aun siguen desconcertados.  También sabemos que adoptó un perro pequeño de gesto enfadado pero alegre y risueño con el que compartió muchas tardes junto a Carlota.
El Dr. Pedro Rodríguez Hernández se preocupó de la ausencia de Álvaro al día siguiente. Si bien sintió más alivio que preocupación por librarse de un problema que no sabía como solucionar. Al día de hoy, cuando cena con sus colegas, recuerdan el extraño caso de Álvaro Garrido.

2 jun 2012

Juana y el



Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, exageradamente abiertos. El lo sabía al mismo tiempo que sabía, sin poder verlos, que los movía de un lado a otro de forma desesperada buscando una salida, una huída. Pero ambos tenían la certeza que no era posible. Se lo confirmaron las lágrimas y el moquear que se posaron sobre los dedos de aquella mano. Esa mano que presionaba su boca silenciando cualquier grito, cualquier súplica, cualquier incredulidad de lo que le estaba pasando. El sintió los dientes tras sus labios y los presionó hasta notar su desgarro. La sangre empezaba a fluir.



Juana:
Ella es una mujer como cualquier otra, con una infancia y una adolescencia parecida a los demás. Cuando tenía 20 años perdió a su familia en un seísmo que se llevó casas, recuerdos y personas. Fue de las pocas supervivientes de una población escasa en un pueblo olvidado. Sin más equipaje que lo puesto buscó su futuro en la gran ciudad, sirviendo en casas acomodadas donde no hay tiempo para limpiar. Allí, en la gran ciudad, encontró una pareja con la que formó un hogar repleto de vida e ilusión, y del que a los 5 años de relación nació Lucas, un precioso niño de ojos claros como su padre y expresión alegre como su madre. Regresaban de su tercer cumpleaños cuando un coche les alcanzó y sesgó la vida de Lucas y su padre. Ella permaneció en coma tres meses, luego despertó. Tenía 32 años.



Con su otra mano el le retorcía la muñeca izquierda que tenía pegada a la espalda y que cada vez elevaba más infringiéndole un agudo dolor que ahora empezaba a diluirse por causa del adormecimiento del brazo. Solo el quebrar de la muñeca le recordó que aun existía. Su otra mano, la derecha, la tenía alzada contra la pared, muy abierta como quien sujetase esta para que no cediese. Apoyó su mejilla en su sien, su boca en su oído y le dijo susurrando, “estate quietecita, es lo mejor que puedes hacer. Créeme”



El:
El es un hombre como cualquier otro, con una infancia y una adolescencia parecida a los de su entorno social. Cuando tenía 20 años fue a la universidad donde a duras penas sacó una carrera entre partida y partida de Mus. Triunfaba entre las mujeres y sabía como hacerlo. Su poder adquisitivo, su buena planta y educación, no dejaban de ser un buen señuelo entre las chicas de su edad. A pesar de ello, sus relaciones no duraban más allá de unos meses. Siempre insatisfecho con el mismo, buscaba el sexo bajo pago. A ellas, a las putas, además, las maltrataba. Una vez saciada su ira, les dejaba generosas propinas con las que podrían limpiarse sus heridas, tapar habladurías y posibles problemas con sus chulos.
En casa era un chico modelo y verdadero estandarte de sus padres, a pesar del poco trato que tenían. Los negocios y actos sociales siempre primaron sobre la crianza y educación de un hijo, que quedaba en manos de un servicio eficiente y con referencias. Ya, a estas alturas, más de una criada desapareció de un día para otro sin explicación alguna.



Juana trató de tranquilizarse, sosegar su respiración. Tragó saliva y cerró los ojos.
“Ahora te voy a quitar la mano de la boca. Si hablas o gritas, te mato. Pero no creas que rápidamente no. Te reviento a golpes. Y son más de los que te puedas imaginar, tu resistencia te sorprendería, no serías la primera”
Con la mano que le quedó libre buscó sus pechos bajo la blusa, de forma firme pero sin ansiedad. Sabía que disponía de tiempo para ello, no tenía prisa.



Tres semanas después de su despertar, los médicos consideraron que era el momento de contarle cual era su realidad y lo que le había ocurrido. Tras casi un año de rehabilitación física y psíquica, dejó el hospital para regresar a lo que había sido su hogar. Atrás dejaba un grupo de médicos, enfermeras, psicólogos y personal hospitalario que la habían tratado como a una más de aquella extraña familia. Juana no tenía a nadie más.
Llegó frente a la puerta de su casa y sacó del pequeño bolso las llaves, la metió en la cerradura y dio un paso atrás. La llave colgaba de un llavero con una mini vaca de trapo que se balanceaba pausadamente. Se la habían comprado Lucas y su padre por el último día de la madre que celebraron. Sabía que no habría otro. Invadida de recuerdos alargó el brazo, giró la llave con algo de dificultad y suavemente deslizó la puerta hacia su apertura.   



Empezó a acariciar sus pechos con suavidad, podría decirse que con cariño. Bordeó sus pezones y les infringió pequeños pellizcos tratando de erizarlos. Juana, paralizada trataba de no pensar, y mucho menos moverse, intuía que cualquier cambio podía ser fatal.
El se fue creciendo, en lo físico y en lo mental, y con el, su intensidad. Y lo que antes eran caricias empezó a ser agresividad. Aplastaba sus pechos hundiéndolos hasta notar las costillas, y retorció sus pezones hasta parecerlos arrancar. Juana no pudo más y empezó a gritar, a rogar y suplicar. El le elevó el brazo hasta dislocárselo. Ella gritó y pareció desvanecerse. Cayó al suelo sin fuerzas resbalando lentamente por la pared, donde un dibujo de sangre pintaba su camino decadente.




Nunca le faltó de nada, incluso los puntos que le faltaban para aprobar eran comprados por sus padres. Un deportivo, vacaciones, clubes exclusivos… Cualquier cosa que desease la podía obtener, por el medio que fuese necesario. El dinero todo lo podía, bien directa o indirectamente. Nada, absolutamente nada se le negaba. Pero el seguía sintiéndose insatisfecho, y no sabía porque. Algo fallaba en su interior, sentía un gran vacío que no sabía como tapar. Sentía una gran amenaza para el mismo que no sabía como frenar. Y el dinero no era capaz de solucionarlo. Solo la violencia le consolaba en esos momentos, cada vez más frecuentes, de desazón, de vacío, de podredumbre. Y esa misma violencia que le consolaba, le asustaba de igual manera. Era consciente que con el paso del tiempo perdía su control, su intensidad disparada, su razón. Como una adicción, necesitaba incrementar la dosis para satisfacer ese vacío cada vez más grande.



Tendida en el suelo trató de arrastrarse en busca de algo, aun no sabía que. Algo que le ayudase a salir de allí, algo que le ayudase a escapar, a sobrevivir.
“Arrástrate, víbora, que es lo único que sabéis hacer. Sois todas iguales, solo servís para follar. Putas de mierda…”
El se sentó sobre su espalda, le agarró del pelo y le golpeó repetidamente la cara contra el suelo partiéndole la nariz y la boca. La sangre manaba. Estaba inconsciente.



La leve luz del atardecer entraba por la ventana del salón iluminando de dorados la estancia. Todo seguía igual, como si nada hubiese pasado. En las estanterías estaban las fotos, por el suelo algún juguete que faltaba por recoger. El tiempo se había detenido.
Por un momento quiso llamar a Lucas y a su padre, pero sabía de lo imposible, de su realidad, de su pérdida. Arrodillada en medio del salón empezó a llorar como nunca antes había llorado. Sin consuelo, sin final. Apretaba sus sienes con sus manos queriendo reventar esa cabeza en donde tanto dolor se guardaba, donde tanto sufrir anidaba. Quería hacerla estallar para que todo aquello que por allí pasaba, se expandiese y difuminase dejándola en paz, dejándola vacía. Rendida por el llanto quedó tumbada en posición fetal, como un último viaje al vientre de su madre antes de que su vida diera comienzo.  Su gesto, ahora relajado, invitaba a la recuperación.
Cuando volvió a abrir los ojos, los dorados habían desaparecido dando paso a una pálida luz lunar. Ahora su entorno, su hogar, estaba lleno de sombras azuladas y frías, lleno de un gran vacío de objetos que antes vivos ahora le recuerdan su soledad. Se incorporó y recorrió su minúsculo piso. Su cuarto, el baño, la pequeña cocina, y por último el cuarto de Lucas. Allí y sin más lágrimas que derramar, se sentó por un momento en su cama y recorrió con su mirada cada rincón, cada objeto que albergaba. Aspiró hondamente tratando de recuperar el olor que tantas veces obtuvo al abrazarle. Hasta eso había perdido, era algo que no podía recordar y que sabía que nunca más obtendría. Cerró la puerta tras de sí, y fue al baño a ducharse. Allí, sentada en el suelo de la bañera, con las rodillas apoyadas en su barbilla, dejó sentir el agua correr por su cuerpo y perderse por aquel oscuro desagüe tratando que arrastrase con el todo su pesar. Luego, en su cuarto, abrió el armario y buscó aquella blusa con la que celebró, en una cena romántica, el saberse madre.



Sacó del bolsillo un pequeño frasco del que inhaló dos veces por cada orificio nasal. Inmediatamente su nuca se arqueó hacia atrás y un temblor de energía invadió su cuerpo hinchando sus venas, exaltando sus ojos y tensando cada uno de sus músculos. Agarró del pelo a Juana levantándole del suelo la cara creando un puente de sangre a medio coagular. Le arrancó un trozo de blusa y limpió su nariz poniéndole acto seguido el frasco para así despertarla de su inconsciencia. Juana volvió en sí.
“Juana, Juana... Quién lo iba a decir. Fuiste la única criada que desapareció sin ser yo la causa, y eso, mi querida Juana, no lo puedo permitir. Sé todo lo que te ha pasado, una verdadera pena, y como ves, también sabía cuando volverías. ¿Te gusta el recibimiento? Pues esto no ha hecho más que empezar.
Le arrancó el resto de la blusa, la falda y las bragas, se desabrochó el pantalón y la embistió. Los ojos de Juana se abrieron de golpe y desesperadamente. El acometía una y otra vez contra aquel cuerpo que apenas tenía fuerzas para resistirse. Con una mano en su boca elevaba su torso haciendo que cada acometida se convirtiese en un latigazo. Tras varias acometidas más, soltó a Juana buscando de nuevo aquel pequeño frasco que le ayudara a retomar el brío que desde hace tantos años le faltaba.
Juana, con la cara en el suelo, solo logró ver la puerta abierta de su casa con las llaves puesta y a aquella vaca, ya sin balanceo, que colgaba sin vida. Nunca llegó a cerrar la puerta. Juana, con aquella imagen, tomó una decisión. Viviría en el pasado, viviría de sus recuerdos, de las imágenes que nadie podría violar.
Retomados los bríos volteó a Juana, ahora la tenía de cara, llena de sangre, deformada, hinchada a cada centímetro, irreconocible. Pero a él eso no le importaba, le gustaba, símbolo de su poder, de su grandeza. Volvió a embestirla pero Juana no ofrecía la menor resistencia. Eso le exasperaba y la abofeteó primero con la mano y luego con los puños, ella solo recordaba, solo retomaba los momentos de felicidad  que una vida dura le había ofrecido. El notaba que perdía su brío, su dominio, que su miembro estaba lejos de ser lo que fue y ahora, en vez de ensalzarle, le postergaba a la mayor de las humillaciones.
  La pálida luz de la luna reflejada en el cristal de la lámpara del techo, le trasladó a esos ojos claros que Lucas había heredado de su padre. Ahora ella mostraba esa expresión alegre que fue su legado.
El, humillado y vencido la asfixió hasta matarla sin que con ello consiguiese borrar, de aquella cara deforme, la expresión alegre, la felicidad que el nunca llegó a encontrar ni comprar.

Juana, realmente, había muerto ya hacía mucho tiempo. Había muerto en una carretera como cualquier otra, en un kilómetro parecido a los demás.



21 may 2012

Segundo



 La fotografía de este relato (que podéis ampliar haciendo clic en la misma), pertenece a mi buen amigo Julián G. de la Mata, del blog  http://fotografea.blogspot.com/
A el dedico este relato. 


Segundo

En la plaza mayor transitan los turistas ávidos de recuerdos. Una plaza poco transitada por lo lugareños que prefieren la reunión y el encuentro en la plaza de Julián de la Mata, mucho más coqueta y pintoresca a pesar de su posible abandono y falta de restauración. En ella se encuentra la vieja sastrería, y sobre ella, la casa de Segundo.
La madre de Segundo, de nombre Pastora, era soltera y prostituta, algo igualmente heredado de su madre. Parecía una tradición. Pero Pastora supo enamorar a D. Guillermo, dueño de la sastrería y que no tuvo reparos en sacarla de la calle y hacerla su mujer. De aquella unión nació Segundo, quien como uno se puede imaginar, no tuvo una infancia fácil, los niños, ya se sabe, son ante todo crueles. Y aunque ella ganó el respeto de cara a los vecinos, a sus espaldas no se olvidaban de su primera profesión.
D. Guillermo murió cuando solo contaba dos años, no dio tiempo a olvidar el origen de ella. Aun así, supo dirigir y hacer prosperar aquella sastrería, que bien les daba de comer, y de cerrar otras bocas.
Segundo era un hijo de puta. Eso se lo recordaban todos los días en el colegio. Se peleó con todos y cada uno de sus compañeros, pero aquello era agotador. Cansado y vencido optó por aislarse. Se encerró en un mundo creado por y para el, un mundo oscuro lleno de resquemores, odios y venganzas. Sentado en el suelo del patio , con las rodillas en el pecho, clavaba su nariz entre las piernas observando de abajo a arriba a cada uno de sus compañeros, memorizando cada cara, cada gesto, cada tono de voz.
Los años pasaban y su aislamiento se pronunciaba cada vez más. Los insultos y las palizas gratuitas se propagaban como el eco en las cárcavas que le gustaba recorrer una vez terminadas las clases. Allí, en la naturaleza, solo, se sentía bien, se sentía humano. Aquella naturaleza era lo más parecido a un hogar, pues su madre nunca tuvo el suficiente tiempo que dedicarle con el esfuerzo que suponía para una mujer sola sacar un negocio adelante.
Así, cuando cumplió los 16 años decidió dejar el pueblo e inmigrar a la fábrica de ladrillos de la que había oído hablar y en la que ofrecían alojamiento y un buen salario. Salario del que buena parte hacía llegar a su madre, que ahora ya cansada y disminuida por la factura de las venéreas, no podía hacer frente sola a la sastrería, teniendo que contratar a un empleado que le ayudara.
Cuando Segundo cumplió los 25 regresó al pueblo a enterrar a su madre. Nadie acudió. Lo prefirió. Cerró la sastrería y regresó a la fábrica de la que ya era capataz de una de las naves.
Tres años más tarde estalló la guerra más cruel, aquella que enfrenta a hermanos, vecinos y amigos. La guerra civil.
Pronto supo destacar por su crueldad, su sangre fría a la hora de matar, su sin piedad. Fue entonces cuando regresó a su pueblo y cuando uno a uno terminó con aquellos que así le habían creado. Conocía sus caras, sus casas, sus costumbres. Y cuando huyeron supo encontrarles entre aquellas cárcavas que habían sido su refugio, su consuelo, su hogar.
 Las redadas y los arrestos daban paso a las ejecuciones llevadas por sus propias manos. Los lamentos, las súplicas y los arrepentimientos chocaban en su mirada fría y vacía. Sus manos firmes y callosas segaban cuellos y vaciaban entrañas. Los cuerpos inertes se apilaban en la plaza Mayor para ser expuestos como trofeos de caza, como símbolo de poder. Luego eran esparcidos por los campos de las afueras sin sepultar, sin identificar, cual bastardos en una sociedad de apellidos.
En cuatro meses había exterminado a la mayoría de aquellos que fueron sus compañeros y vecinos pero nunca amigos. Luego partió a otras campañas propias de las circunstancias, de la guerra, pero en estas, su crueldad se difuminó. Su venganza se había cumplido. Abandonó las armas y la lucha cansado de matar, ya no tenía sentido. Se refugió una vez más en aquella naturaleza en espera del fin de la guerra, dando cobijo y alimento a todo descarriado que por allí pasaba, fuera del bando que fuera.  

¡Segundo, Segundo!
El nunca hace caso. Le tocan con la mano en el hombro y vuelve la cara, mira un rostro desconocido para el. Sus ojos denotan extrañeza. No sabe quien es, ni quien le toca, ni tan siquiera quien es ese tal Segundo. Relaja su gesto, gira de nuevo la cabeza, y sigue mirando el transitar de la gente en esta plaza pequeña, íntima y personal. Trata de averiguar quienes son esas personas que por ella caminan, trata de averiguar como ha llegado hasta allí, de saber quien es. Todas las imágenes son nuevas para el, si bien es capaz, a duras penas, de recordar trazos de lo que su vida fue. Ve pasar unas niñas con un traje regional, lleno de colorido y alegría. Pero a el se le agolpan niñas con arapos sucios y roídos, de caras tristes y lágrimas grises. Ve ancianos como el en los que cree recordar a viejos enemigos pendientes de ajusticiar. Entonces cierra sus puños, aprieta sus ojos y sin poderlo evitar se resbalan dos lágrimas que recorren los surcos de su cansada cara. Lentamente se lleva la mano a los ojos apretándolos con signo de rabia, de incomprensión. Parece querer hundirlos en el cráneo, testigos de lo que intuye pero no sabe, no recuerda. Luego, casi rozando su piel recorre el camino de las lágrimas hasta llegar a su boca y se pregunta ¿Quién soy. Porqué lloro?
Solo el beso de unos enamorados le retorna al presente. Los observa con interés, con la nostalgia y la pena de su única certeza. Aquello que nunca tuvo.
La sastrería la regenta Natalia, una moza joven y alegre auxiliar de enfermería que cuida de el. No sabe nada de su pasado, solo ve en el a un viejo solitario, que hasta de el mismo se ha olvidado. Mejor así.